Adiós al último romano de verdad
Más de 150.000 personas desfilan por la capilla ardiente de Alberto Sordi, que será enterrado hoy
Turistas japonesas miran confusas a la pantalla donde Alberto Sordi, con camiseta blanca y un pañuelo al cuello, al estilo cowboy, pronuncia frases incomprensibles en romanaccio, el dialecto de la capital italiana. Son las once de la mañana en la plaza del Campidoglio, corazón de Roma, convertida por el Ayuntamiento en un cine al aire libre, dedicado a recordar los éxitos del gran Albertone, muerto la madrugada del martes a los 82 años. La apoteosis llegará hoy, cuando Roma le despida con un funeral solemne, oficiado por el cardenal Camillo Ruini, en la basílica de San Juan de Letrán, al que seguirá una fiesta-homenaje.
La luz de la mañana ciega la imagen de la pantalla, pero la voz de Sordi se escucha bien desde todos los ángulos de la plaza diseñada por Miguel Ángel, invadida ahora más que por turistas por italianos de a pie, que hacen cola pacientemente para entrar en la sala Julio César, donde está instalada la capilla ardiente del actor.
Hay ancianas en zapatillas, parejas en los sesenta con mirada solemne y jóvenes con el casco del 'motorino' en una mano y un ramo de flores en la otra
Más de 150.000 personas desfilaron desde el martes por la tarde ante el féretro de Albertone, definido por una de sus admiradoras, una señora jubilada del barrio de Monti, como "el último romano de verdad".
Atrapada entre dos filas de vallas metálicas, la multitud espera a que los municipales admitan al grupo correspondiente en el interior del Ayuntamiento. Hay ancianas en zapatillas, colgadas del brazo de un familiar más joven o de alguna vecina; parejas en los sesenta con mirada solemne, grupos de chicas dudando si ponerse en la cola o no, y jóvenes con el casco del motorino en una mano y un ramo de flores en la otra. Hay quien, como Rocco, un italiano de Apulia, en el sur del país, se plantea si la cola será cosa de poco o si tendrá que esperar hasta tres horas como le ha advertido un municipal algo pesimista. "El caso es que quería venir porque yo a Sordi le admiraba mucho. Sobre todo por su romanidad", dice. Este hombre de 39 años asegura haber visto con satisfacción por lo menos una veintena de películas de Albertone. "Pero no podemos quedarnos, hay demasiada gente", dice, disuadido por la pareja madura que le acompaña.
No son los únicos que se echan atrás a la vista de la multitud que espera desfilar ante el féretro del actor más genuinamente romano de los que ha dado este país. Manuela Gentile, una romana de 22 años, y su amiga Michela Damiani, de la misma edad, meditan en una esquina qué hacer. "Queríamos venir a toda costa, pero el problema es que tenemos un tiempo limitado". De Sordi recuerdan sobre todo su interpretación en El marqués del Grillo, y Un viaje con papá, rodada con el cómico más popular de la Italia actual, Carlo Verdone. Pero Sordi, espejo de una Italia atrabiliaria y tramposa, timadora y acomodaticia, ¿resulta familiar también a los italianos de hoy? "En parte no, porque vivió en una etapa difícil y muy diferente", dice Michela, "pero todavía nos identificamos con muchos de sus personajes". Las dos están de acuerdo en que Albertone no tiene sustituto. "Es otro de los grandes que se va, después de Mastroianni, y de Gassman".
En la escalinata de acceso, los vendedores de periódicos asaltan a la gente mostrando las primeras páginas dedicadas al actor. La totalidad de la prensa se volcó ayer en la despedida a Sordi. Incluso intelectuales de izquierdas, como Eugenio Scalfari, fundador de La Repubblica, dedicaba un recuerdo afectuoso al hombre de la máscara, que admiraba entre los políticos a Giulio Andreotti. Los fruteros del barrio de Trastevere, donde nació el actor, merecían entrevistas en páginas interiores, y varios coetáneos famosos del actor rompían una lanza a favor de la generosidad de Sordi, perseguido toda su vida por la fama de tacaño.
Apelotonada ante la doble escalera de entrada del Ayuntamiento, la masa de admiradores mata el tiempo de espera leyendo el periódico, o mirando furtivamente a la pantalla. Del otro lado de la valla metálica el flujo de personas es débil. Es la dirección de salida. Hay gente que abandona la capilla ardiente con lágrimas en los ojos; otros, con expresión compungida, las contienen a duras penas. "Yo le estoy agradecido", dice un hombre de pelo blanco, "porque nos hizo sonreír en los años difíciles de después de la guerra, cuando sólo había hambre y destrucción".
Sólo una mujer solitaria, que habla a gritos en medio de la plaza, parece ajena al momento. De pronto, se encarama en la valla y se encara con los que salen: "¡Eh! ¿Pero es verdad que está ahí el Sordi?". "Suba usted y lo verá", contesta un hombre con abrigo oscuro. Y añade ofendido: "Con los santos no se bromea, señora". Y es que si por Roma fuera, Albertone estaría ya en los altares.
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