_
_
_
_
_
Columna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las columnas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Zúñiga

Seguramente, Juan Eduardo Zúñiga conoce el riesgo de pisar la calle. Por eso, al rebasar el portal de su casa pone la mano en la pared de los telefonillos, como para concederse un respiro antes de acometer la audacia. De un vistazo, mide la temperatura del parque del Retiro y, con más lentitud, las corrientes que vienen a su izquierda y su derecha por la avenida de Menéndez Pelayo. Y ya advertido, adelanta el pie y traspasa la frontera de España.

Frente a lo que pueda indicar su gesto, Juan Eduardo Zúñiga no es hombre retraído, sino andarín. Recorre las calles de Madrid -"Cedaceros, donde se hacían cedazos"-, utiliza sus transportes públicos, es un habitual del aire libre, y esa experiencia le enseña a desenvolverse en un espacio comprometido. Madrid podrá ser una llanura en la meseta manchega, pero su baldosa es muy traidora. Inesperadamente, el pavimento se rasga en zanjas, abismos, boquetes. Ni el palo del ciego prevé estas rendijas indiscretas que fracturan las extremidades del caminante y le obligan a entablillarlas y guardar reposo. Ningún madrileño ignora o desdeña esta amenaza procedente de su punto de apoyo. De ahí la prevención de Zúñiga al abordar la calle, incluso cuando no está hundida por los obuses.

Eso ocurrió durante el asedio de la ciudad por las tropas de Franco. Entonces Zúñiga, como tantos madrileños, adquirió la cautela -que ya se le hizo costumbre- de mirar a ambos lados del portal antes de salir de casa. Tres años duró el cerco de hambre y muerte. Vino luego la paz de una guerra civil, y los que habían esquivado las bombas de los vencedores tuvieron que evitar su cárcel y sus fusilamientos. Si la guerra les había enseñado a huir, en la paz aprendieron a disimular su condición de vencidos. El ostracismo fue la opción vital del condenado; la clandestinidad, el modo de cumplirlo, y el silencio, la única manifestación consentida al que, además de arrebatarle el patrimonio, se le quitaba la palabra.

En la larga posguerra de casi cuarenta años, una legión de desposeídos se mueve bajo el cielo despiadado de Madrid. Zúñiga los ha visto en la cola del racionamiento, en el hospital de Beneficencia, suplicando trabajo al capataz o depositando el relicario de valor sentimental en el mostrador del prestamista. Estos ciudadanos desequilibrados -y no sólo por la traición del suelo- redimen sus penas con la alucinación o la quimera. Un puñado de héroes se entrega al empeño revolucionario de que la tierra sea un paraíso. Otros, además, guardan en su memoria esas palabras salvadas del expolio de la guerra que, como tampoco están permitidas en la paz, se recitan a diario para no olvidarlas.

En ese campo de concentración poblado por supervivientes amordazados o sin vocabulario, el escritor tiene anulada su capacidad de ser. Durante bastante tiempo, y a semejanza de los monjes medievales, se esfuerza en conservar la tradición literaria: recibe del extranjero el volumen cuya difusión está prohibida, lo transmite bajo cuerda y lo comenta a la cadena de conjurados. Pero, simultáneamente, mientras consigue colocarse en oficinas sin historia y alterna con quienes desconocen la existencia de libros, mantiene la vivencia de la escritura como la prenda más significativa de su identidad reprimida, que cuando se comparte en el café con algunos colegas se convierte poco menos que en una seña masónica, y que esporádicamente se cultiva en una soledad radical, sin comunicación ni resonancia. Pasan los años y este escritor va dejando su huella con la humildad del que ejerce una tarea objetivamente inútil, mas para él tan honda que renunciará a otro tipo de vida si le impide destinar algún minuto de su domingo o de su noche a extraer de su fondo secreto las palabras preservadas desde que cobró conciencia de su oficio.

De esta manera, con la tenacidad de la hormiga por no abandonar su surco, Juan Eduardo Zúñiga ha construido su obra: Largo noviembre de Madrid, Misterios de las noches y los días, El anillo de Pushkin, Flores de plomo... Eligió para expresarse el género literario más difícil y arriesgado, el cuento, porque, como dice con modestia, es la medida de su respiración. Literariamente hablando, la obra de Zúñiga no ofrece una sola página irrelevante. Capital de la gloria es su último título. Sucede en el final del Madrid republicano y contiene lo que este ciudadano vio, retuvo y ha destilado de su memoria de resistente. El lector que gozó de esta escritura única debe saber que ha aparecido en las librerías, con la discreción con que Zúñiga toma la calle, un nuevo testimonio de su magisterio.

Lo que más afecta es lo que sucede más cerca. Para no perderte nada, suscríbete.
Suscríbete

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_