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Columna
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La noche con Quequé

Cuando los actores se juntan para hablar de sus cosas, suelen comentar cómo es el público de los lugares en los que han actuado. El de Barcelona suele ser calificado de "frío y exigente, díficil pero entendido". Creía que la afirmación era cierta hasta que un actor de Oslo me contó que el público noruego es frío y exigente, difícil pero entendido. Más adelante, en una merienda con unos amigos de Burgos, me aseguraron que el público burgalés es frío y exigente, difícil pero entendido. En eso pensaba cuando, el miércoles por la noche, me acerqué a la sala Bikini para asistir a Más de lo mismo, el espectáculo de Quequé, monologuista de El club de la comedia y colaborador del programa de televisión La noche con Fuentes y Cia. Llovía. Lo digo porque eso siempre queda bien en un artículo. Y añadiré que hacía frío, con lo cual me aseguro la posibilidad de relacionar la frialdad del público con el frío reinante. En la puerta, no me dejaron pagar los 12 euros de la entrada, lo cual, aviso, rebajará el posible tono crítico de esta crónica. La sala presentaba un aspecto inmejorable para la práctica del monólogo. En el escenario, un micrófono y un taburete. En la platea, mesas con velitas y cuencos de frutos secos, y un público inquieto que casi cubrió el aforo (no sé si pagando). Para no tener la sensación de estar allí de gorra, pedí sucesivas copas y no me detuve hasta que empecé a tirármelas encima. Hice un barrido auditivo para captar las conversaciones del público: el castellano se practicaba en su variante enrollada, que es la propia de los jóvenes y de algún que otro veterano de mi quinta, que se resiste a dejar de decir "qué fuerte, tío", "colega" o "guay".

Por los altavoces, sonaban éxitos de los ochenta. Cuando le tocó el turno a On Broadway, de Georges Benson, sufrí el síndrome estan tocant la nostra cançó y estuve a punto de recitar un haikú dedicado a la mujer de mi vida, la misma que, incomprensiblemente, sigue sin hacerme ningún caso. Por suerte para todos, sonó el enérgico Balls of fire y apareció Quequé, vestido de persona que viste igual en el escenario que fuera. Llevaba perilla, un pitillo en la mano y una copa en la otra. Saber fumar y beber en un escenario requiere años de práctica y enseguida se vio que, en este aspecto, Quequé ha hecho los deberes. Tiene 25 años y una voz y una dicción que le convierten en uno de los monologuistas más prometedores del país. Su actuación empezó con un monólogo sobre los monólogos, un género discutible, es cierto, pero no más que el de los artículos sobre cómo escribir un artículo. Por cierto: Quequé se llama Quequé por su hermana, que llamaba quecos a sus muñecos y Queque a su hermano. Él le añadió el acento. Al cabo de un rato, estuvo claro que Quequé es el compañero ideal para que te toque de compañero en la mili o en la celda de la cárcel: legal, descarado, menos duro de lo que parece, simpático y lo bastante listo para saber qué hacer en caso de orgía, bombardeo o pelea. Cada vez que estaba a punto de terminarme una copa, se me acercaba una camarera que, además de quitarme el hipo, me quitaba el vaso.

En el escenario, Quequé intentó ganarse a un público que defendió su prestigio de frío y exigente, de difícil y entendido. El artista, al ver que no sería tan fácil como otras veces, buscó atajos de risoterapia cómplice, como cuando dijo: "Yo soy de Salamanca. Lo siento, no he podido traer los archivos". Se metió con Aznar, quizá sin saber que para eso ya tenemos un experto local, Rubianes, que cada noche le atiza a discreción. También le dio caña a Zapatero, y a Antena 3, pero él mismo percibió que eso era demasiado fácil y añadió: "No me aplaudáis. Es demagogia". Donde más brilló fue en la manera de decir las cosas y en su interpretación crítica del costumbrismo, modalidad en la que destaca Carles Flavià, que estaba presente en la sala y que vio como su amigo afirmaba: "El objetivo de esta actuación es follar" (una declaración acorde con su visión del sexo, escéptica y heterosexual). Su monólogo sobre los cantautores fue el mejor de la noche. Si lo trabaja un poco, puede convertirse en un clásico. Divide a los cantautores en amargados, surrealistas y comprometidos, y no duda en cachondearse higiénicamente de Pedro Guerra, Ismael Serrano y Silvio Rodríguez (ahora algún cantautor debería escribir una canción contra los monologuistas). Quizá cometió el error de empujar un poco al público, señalando con una inflexión de la voz el lugar en el que había que aplaudir. Lanzó algunos anzuelos que, por obvios, la platea no mordió. Porque el público de Barcelona es frío y exigente, difícil y entendido. Por eso le premió con unos cordiales aplausos, con simpatía pero sin entregarse, como esas personas que ya tienen decidido no follar en la primera cita y ya veremos si en la segunda.

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