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La democracia de la ciudadanía mundial

Francesc de Carreras

La primera víctima de la guerra es la verdad. Es un conocido aforismo, y estos días se repite en los medios de comunicación. Ha sido cierto en muchos casos y seguirá siéndolo, sin duda, en muchos otros. Pero quizá, en el caso presente, estamos ante la excepción, ésa que siempre confirma la regla.

En efecto, aunque no estemos todavía en guerra caliente, el clima prebélico es tan intenso que la verdad ya debería haber sido una de sus víctimas. Así fue en la guerra del Golfo, en Kosovo, en Afganistán. Sin embargo, no parece ser así: las históricas manifestaciones del pasado 15 de febrero -una fecha que anotar para la historia- me parece que deben ser interpretadas como un triunfo de la verdad: millones de seres humanos han querido demostrar que no se resignan a dejarse engañar ni están dispuestos a seguir mansamente los argumentos del poder. Por una vez, el primer triunfo de esta guerra quizá sea la verdad.

¿Cuál es esta verdad? No es tanto una verdad en positivo como en negativo. Es decir, lo que no ha convencido a los ciudadanos son las razones oficiales para desencadenar una guerra en Irak: ni se han creído que era una guerra contra el terrorismo, ni que serviría para implantar una democracia en Irak, ni que el régimen de Sadam Husein es en estos momentos un peligro para la paz en el mundo. Los manifestantes del sábado pasado no han admitido estas razones como verdades.

No tan claras y unánimes son las razones de la guerra. Se han barajado distintos motivos: asegurar las fuentes de petróleo para el próximo futuro, imponer un nuevo orden en Oriente Próximo, controlar de manera definitiva Asia central como nueva zona económica estratégica, dar una salida al problema palestino en beneficio de Israel, reforzar la hegemonía de Estados Unidos en el mundo, solucionar la actual crisis económica, seguir adelante con la carrera armamentística y algunos motivos más. Una o, probablemente, varias de estas razones son las causas auténticas de hacer una guerra. Pero la unanimidad aquí no es total y las opiniones son diversas.

Pero lo que expresaron de forma unánime los manifestantes del sábado fue que los motivos oficiales no eran los verdaderos y que querían hacer oír su voz. No querían ser los objetos de un engaño, sino sujetos de sus derechos, ejerciendo el derecho de manifestación que, en realidad, es una forma de las libertades de pensamiento y expresión. Con ello han querido mostrar su condición de ciudadanos, de ciudadanos del mundo.

En los pocos días transcurridos ya se han dejado ver sus efectos. La opinión pública es un elemento esencial de la democracia y la influencia en los gobiernos más partidarios de no esperar más tiempo para iniciar el ataque militar -entre ellos, de forma destacada, el nuestro- han empezado a matizar sus posiciones. No soy todavía optimista respecto a que Estados Unidos dé marcha atrás a unos planes bélicos que ya tiene decididos de antemano desde hace tiempo, pero no hay duda de que sus planes, en los últimos días, se les han puesto más cuesta arriba como consecuencia de su situación minoritaria en el Consejo de Seguridad de la ONU y, sobre todo, por los efectos de las manifestaciones como expresión de un consenso básico en una parte muy significativa de la opinión pública europea y, en menor medida, norteamericana.

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En esta presión de la opinión pública se ha hecho evidente por primera vez el efecto de las comunicaciones por Internet y el creciente poder de un movimiento que, paradójicamente, empezó siendo considerado antiglobalizador, pero que ha encontrado en uno de los principales signos distintivos de la globalización -la facilidad y rapidez de las nuevas telecomunicaciones- una de sus armas más poderosas.

En efecto, sin la pasada reunión de Porto Alegre en la que se fijó el día 15 de febrero como jornada de manifestación mundial contra la amenaza de guerra y sin la trama organizativa que allí se preparó, las protestas no hubieran tenido ni la envergadura ni las consecuencias que han alcanzado. Este es un dato esencial de la democracia futura. Un nuevo sujeto político ha surgido en el mundo y lo que le une no es el clásico método de afiliación, organización local y pago de cuotas, propio de los partidos de masas que han protagonizado la política del siglo XX, sino la comunicación a través de los medios de comunicación -prensa, radio, televisión e Internet- y la posibilidad de conformar una opinión pública mundial. Estamos probablemente ante la primera manifestación clara de la influencia de las nuevas tecnologías en una inédita dimensión de la democracia.

También deben señalarse como algo extraordinariamente positivo las lecciones de generosidad individual mostradas por la solidaridad de tantas y tantas personas que no han pensado en defender sus propios intereses sino, antes que nada, intereses ajenos. Quienes han ido a Irak para servir de escudos humanos o a hacer gestos de identificación con los angustiados ciudadanos iraquíes -Marina Rossell es un ejemplo que vale por todos- han demostrado ser auténticos ciudadanos del mundo que, a los cobardes que aquí nos hemos quedado, nos han causado regusto de mala conciencia. Un amigo conservador me decía ayer, en tono irónico y con una cierta alarma: "Esto es como un revival de la época progre". "Afortunadamente", le contesté. "Hace 20 años que lo encontraba a faltar".

Es ya un tópico de la ciencia política decir que, en las elecciones presidenciales de 1960 en Estados Unidos, el debate televisivo entre los candidatos Nixon y Kennedy supuso entrar en una nueva era de la contienda política, con la televisión como elemento determinante, como así ha sido. Probablemente, dentro de unos decenios, otro tópico de la ciencia política será decir que las manifestaciones del 15 de febrero de 2003 han inaugurado una nueva era determinada por Internet y las nuevas tecnologías. La democracia de la ciudadanía mundial se ha puesto en marcha.

Francesc de Carreras es catedrático de Derecho Constitucional de la UAB.

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