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¡No en su nombre!

José Antonio Martín Pallín

El 15 de febrero de 2003 pasará a la historia como el día en que millones y millones de ciudadanos pudieron ver en sus pantallas de televisión o decidieron integrarse personalmente, para dar cuerpo y vida, a ese fenómeno del mundo actual que se conoce como globalización. La fabulosa capacidad de intercomunicación, en tiempo real, que proporcionan las tecnologías de la información puede ser un perverso instrumento para implantar el pensamiento único, pero, al mismo tiempo, permite saltar por encima de los mensajes oficialistas y proporciona espacios incontrolables, para que el pensamiento libre, espontáneo y sin fronteras, se difunda de forma imparable por toda la faz de la tierra. La avalancha de imágenes, los comentarios y las perspectivas personales de los diversos analistas hacen muy difícil seleccionar lo que en el leguaje metafórico de la prensa se conoce como la imagen del día.

Después de regresar a casa, reconfortado con el espíritu de la mayoría de los comentarios que oíamos a nuestros vecinos de fila y con la masiva participación de ciudadanos, de todo el espectro generacional de este país, me puse ante el televisor para sentir de nuevo el calor de las imágenes que nos llegaban de todas partes del mundo. Por primera vez, he tenido la sensación de que me encontraba ante una única televisión universal, que conectaba con París, Londres, Nueva York, Berlín, Melbourne o Manila con la misma cercanía o naturalidad con que podía hacerlo con Barcelona, Valencia, Sevilla, Bilbao o cualquiera de nuestros pueblos y ciudades. Estábamos de verdad en la "aldea global" y cada uno de nosotros era una parte de esa humanidad y de esas multitudes, que tenían un solo sentimiento; no a la destrucción masiva de seres humanos en nombre de un llamado nuevo orden mundial. Ante el panorama que estamos viviendo, no podemos evitar la sensación de que el motor que pone en marcha la maquinaria de la guerra está en manos de minorías y de intereses económicos que comercian con las armas y con la sangre de las personas, con tal de mantener intactos sus focos de poder y dar salida a su producción, sin importarles el resultado, que seguramente no estarán dispuestos a contemplar en las pantallas instaladas en sus lujosas mansiones. De todo el aluvión de pancartas y multitudes, que tuve ante mi vista, hubo una, que da título a este desahogo optimista y sentimental, que me produjo un especial impacto. La encontré en medio de la gente que permanecía inmovilizada por las barreras policiales, en contra de la más acrisolada tradición norteamericana, en la ciudad de Nueva York. La portaba un familiar de una de las víctimas de las Torres Gemelas y rechazaba la guerra con una frase lacerante incluso para las sensibilidades más acorazadas: "¡No en su nombre!".

Hace falta tener una inmensa grandeza moral y una infinita solidaridad con los seres humanos para sacar de lo profundo de su alma dolorida por el recuerdo de sus familiares ese mensaje que resume, sin necesidad de más adjetivos, un sentimiento que nos hace sentirnos, a todos, más libres y sobre todo más humanos y racionales.

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Frente a estas manifestaciones de una notoria mayoría de ciudadanos, algunos gobernantes se han visto incapaces de ponerse a la altura política que exigen las circunstancias y han reaccionado con eslóganes, que más parecen tics nerviosos, que argumentos articulados por el raciocinio exigible a los líderes mundiales. El presidente elegido por los norteamericanos, por su libre y democrática voluntad, ha vuelto a repetir, una vez más, en tono amenazante y revestido de ropajes guerreros, esa frase estereotipada que trata de simplificar y reducir los márgenes y las fronteras de la libertad de decisión y pensamiento: "¡O están con nosotros o están con el terrorismo!". Pues no, señor Bush, podemos afirmar con la misma rotundidad, pero con mucho más criterio y convicción, que ¡nunca jamás! estaremos con el terrorismo, no sólo porque expresa sus instintos asesinos con el tiro en la nuca o con las armas de destrucción masiva (bombas, gases químicos o aviones como armas arrasadoras de vidas humanas), sino también porque constituye una contradicción insuperable con los valores de la vida, la libertad y la dignidad democrática. Al mismo tiempo podemos decirle que es posible que, si usted varía de opinión, medita sobre el abismo al que puede llevar a la humanidad y cambia su irrefrenable ardor guerrero por una política internacional unitaria que permita la primacía del derecho internacional y que ponga en marcha medidas de presión diplomática económica y de fortalecimiento de los grupos democráticos de Irak que quieren derrocar al dictador, podrá contar con el apoyo de muchos de nosotros, que de momento sólo nos queda la opción de oponernos decididamente a todo tipo de guerra preventiva.

Habría que recordarle que la Carta de la ONU, de la que, según sus asesores, está dispuesto a renunciar si no se cumple su voluntad, previamente conformada, sólo justifica la agresión cuando se produce "un ataque armado contra un miembro de las Naciones Unidas" y que sólo en este caso se puede considerar como legítimo "el derecho natural de autotutela individual o colectiva". Creo que estos textos son suficientes para rechazar frontalmente todo tipo de guerra preventiva. Como proclamaban los intelectuales que forman parte del Tribunal Internacional de los Pueblos, auspiciado por la Fundación Interncional Lelio Basso: "El peligro de quiebra del derecho internacional deriva sobre todo de la abierta, explícita e insistente pretensión de una relegitimación de la guerra como instrumento de solución de los problemas y de las controversias internacionales, que acompañan a la amenaza de esta guerra. Esta relegitimación equivaldría a una disolución de la ONU, cuya razón de ser reside, precisamente, en la definitiva exclusión de la guerra y el mantenimiento de la paz a través de un complejo sistema de medidas que incluye el uso regulado y controlado de la fuerza bajo la constante dirección del Consejo de Seguridad. Por otra parte, puesto que el derecho consiste en la regulación y la limitación de la fuerza, como uso desregulado, ilimitado e incontrolado de ésta, es la negación del derecho". Como jurista, no quiero ver el derecho internacional convertido en un montón de cenizas humeantes, que servirán de abono para la aparición de la vegetación salvaje de la jungla.

Piense por un momento en esa familia neoyorquina que expresaba su dolor de la forma más generosa que es capaz de exteriorizar el alma humana. De verdad, señor Bush, creo que merece la pena, que si no quiere compartir nada con la vieja Europa, a la que me siento orgulloso de pertenecer, por lo menos recupere los valores cívicos y republicanos que han servido para cimentar la grandeza de la nación norteamericana sobre algunas de las grandes aportaciones políticas, culturales y científicas, y se una a los que, desde una postura de discrepancia, le dicen también en su idioma, y en su país: no a la guerra.

José Antonio Martín Pallín es magistrado del Tribunal Supremo.

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