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Columna
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Tartufos y academias

Se equivocó la Academia, se equivocaba igual que la paloma de Rafael Alberti, pacifista y un sí es no es desnortada y veleidosa. Eso gritaban estos días, al unísono y como un solo hombre, como una sola empresa de comunicación, los titulares de la prensa y las televisiones y las radios. Todo eran alusiones al ninguneo supuesto de Almodóvar en los premios Goya, esa versión autóctona y raquítica de los Oscar de Hollywood. Todo eran más o menos solapadas denuncias; más o menos regocijadas burlas. Todo bastante fácil y bastante cutre. Tocaba lanzar piedras y los españolitos nos hemos aplicado a la lapidación, o cuando menos al apedreamiento de las lunas de la baqueteada Academia del cine.

La industria americana ha puesto en evidencia, se supone, la autarquía y la incuria nacional en materia cinematográfica. Los académicos hollywoodienses, se supone también, han dejado en pelotas a sus homólogos españoles. Lo que hay aquí, parece, es mucha envidia y poco fundamento. Lo de la envidia puede ser verdad, pero me temo que lo del fundamento es algo universal y, desde luego, nada en lo que los cómicos de Hollywood puedan darnos lecciones, y menos en los tiempos de Eddie Murphy. Francamente, no me creo el bagaje y la excelencia crítica de los americanos como dogma de fe. Me parece muy bien que en Norteamérica hayan querido distinguir la última película de Pedro Almodóvar, pero igual me parece y tan legítimo que aquí no se haya hecho.

Con el cine de Pedro Almodóvar me sucede lo mismo que con las greguerías de Gómez de la Serna, que terminan cansándome. Es curioso: el manchego y Ramón, además, se parecen como gotas de agua. Almodóvar con pipa y sin mechas y sobre un elefante es ya casi Ramón. Es gracioso observar cómo personas a las que el cine de Pedro Almodóvar ha parecido siempre una ofensiva muestra de mal gusto alaban ahora, sin rebozo ninguno, su cine oscarizable. Algo muy parecido sucede con los aplausos que estos días recibe por su ingreso en la Real Academia de la Lengua el novelista Arturo Pérez-Reverte. Si alguien fue despreciado y ninguneado por el establecimiento literario español fue él. Ahora los mismos que le despreciaban le aclaman como auténticos tartufos desde sus suplementos de cultura.

Nadie se atreve ya a decir que Reverte y sus espadachines y sus trescientos pares de cojones (nadie da más cojones por página que el bragado Reverte) no es para tanto, venda mil o cien mil o un millón de ejemplares. Nadie se atreve ya, sencillamente, a escribir que Reverte (o Almodóvar, o cualquier cineasta o escritor avalado por el éxito masivo) no le gusta. Por eso fustigar a la Academia por la nominación de Almodóvar al Oscar como director me parece, en el fondo, un ejercicio hipócrita. Las academias están para eso, para equivocarse. La de la Lengua ha cerrado sus puertas a uno de los prosistas españoles, además de notable poeta, más importantes del último medio siglo. Caballero Bonald no entrará en la Academia como Pérez-Reverte o Luis María Anson. Mal asunto el de las academias. Y no digamos nada si son suecas.

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