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REDEFINIR CATALUÑA
Columna
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Yankees, go home!

La dificultad estriba en ese punto que casi roza lo psicológico: ¿estamos contra la guerra por adscripción inequívoca a la cultura de la paz, o por los múltiples resortes ideológicos que esta guerra nos activa? Sin la respuesta sincera y seria a esta pregunta, difícilmente podremos sostener un pensamiento crítico sólido, más allá de las reacciones epiteliales. El no a la guerra es el lema más fácil de todos los posibles y su banderín de enganche no exige ni capacidad analítica, ni casi argumentación. Por ello, si me permiten, intentaré esbozar una autocrítica de ese pensamiento crítico que nos une más allá, quizá, del pensamiento. Hoy, pues, no a la guerra, unidos en una pancarta que nos motiva, nos apela y seguramente nos define. Pero pasada la manifestación, pasadas las emociones, pasada la resaca épica, será necesario plantear en términos críticos el perfil de nuestras miserias.

"Sí, sí, prefiero a Bush antes que a Sadam, eso desde luego. Pero estoy harto del 'seguidismo' del PP"

La cultura de la paz no es nada sin sus contingencias. De ahí nace nuestro primer problema. ¿Son pacifistas todos los planteamientos que se acomodan en el pacifismo? Me confesaba Andrés Trapiello que aún no se explica cómo, en su adolescencia, luchaba contra la dictadura franquista desde una concepción estalinista. "Luchaba contra una dictadura para poderla sustituir por otra". Mucho de lo que se acomoda tras la pancarta de la paz aún no ha hecho las paces con su pasado más autoritario, históricamente enamorado de todos los dictadores que ha dado la historia: Pol Pot, Stalin, Castro, también Arafat. Quizá hasta Sadam. Algunos, cuando oímos discursos paternalistas sobre el sanguinario régimen iraquí, notamos ese frío en el cogote que es el frío del terror. La izquierda, sonoramente llamada así, en génerico, tiene izquierdas que aún escriben la historia con renglones torcidos. Algunos flancos, pues, de la cultura de la paz, sólo son paz respecto al discurso antinorteamericano. Pero ni han hecho autocrítica de sus planteamientos históricos, ni están moralmente legitimados para hablar de paz cuando han defendido paces que eran la paz de los cementerios. O han justificado guerras en nombre de ideologías. Basta ya de hablar de los abusos históricos de la política exterior norteamericana si no se habla en paralelo de los terribles abusos de la política exterior rusa, alimento una de la otra. Porque la crítica unidimensional -como demostró Marcuse- es una trampa de la conciencia.

De ahí al antinorteamericanismo hay sólo una pausa. Una parte sustancial de la adrenalina que bulle en algunas opiniones tiene que ver con ese lema desempolvado de nuestra adolescencia feliz, cuando gritar "yankees, go home!" era una forma de ser algo en la vida. Personalmente me parece, hoy por hoy, una enfermedad infantil que en Europa se practica con alegría, a veces por el enorme complejo de superioridad del continente, otras muchas por su complejo de inferioridad. Lo cierto es que algunos de los que hoy gritan por la paz, sólo les preocupa ésta cuando el soldado lleva las barras y estrellas. ¿Dónde están cuando Sadam masacra kurdos? ¿Dónde, ante las masacres que el integrismo culmina en Argelia? ¿Conocen, saben, les interesan los miles de muertos del régimen integrista sudanés? ¿Dónde, su cultura de la paz, cuando las familias de los suicidas palestinos reciben premios millonarios a favor de su acto terrorista? No se puede hablar de paz sólo cuando atañe a la política norteamericana, porque entonces no se trata de un acto pacifista, sino de una cuestión marcadamente ideológica. Ni que decir tiene que algunos gestos simbólicos, como los cantos de Marina ante el retrato de Sadam, o los escudos humanos, curiosamente sólo escudando a la población iraquí porque llegan los yanquis -habría sido bonito verlos correr por las montañas kurdas cuando Sadam no pedía permiso para bombardearlas-, me parecen una pura derrota de la inteligencia. Como si lo duro del mundo no fuera lo mucho que se mata, sino que sean balas norteamericanas las que lo hacen. Desde esta perspectiva, el antinorteamericanismo es también una forma de pensar, sólo que es sectaria, dogmática y antidialéctica. Probablemente, también antihistórica.

Está lo del petróleo, uno de los fariseísmos más bien llevados de nuestra sociedad del confort. Eso que han dado en llamar petróleo por sangre. Es fantástico ver a tanto progre pequeñoburgués encantado de su bienestar, hablar de intereses petrolíferos con desdén y agobio. Sin embargo, en este mundo que hace caer a gobiernos cuando el barril sube dos dólares, lo del petróleo es la madre de todos los corderos. No digo que me guste, digo que es, y porque es, resultaría interesante visualizar el síncope que nos daría a todos si la estabilidad se fuera de rositas. ¿Qué haríamos con nuestra vida de varios coches y casita en la playa, nuestros hijos de máster en el extranjero (por cierto, generalmente en los odiados EE UU) y nuestro status sin mala conciencia, si lo del petróleo sencillamente se hundiera. Desdeñar el interés petrolero norteamericano sin constatar hasta qué punto es el nuestro es la forma más aguda de síndrome de cigüeña que hemos desarrollado por estos lares. Podemos aceptar que la forma de defenderlo no sea la que Bush plantea, pero considerar que no es nuestra preocupación es tanto como militar en el suicidio.

En fin. Son algunas de las miserias de este lado del pensamiento. Hoy toca vivir un momento único, cómplice, intenso. Luchar contra una guerra siempre embellece al alma. Pero mañana habrá que mirar para los adentros: algunos de los tics del pensamiento autoritario, ¡ay! viven, larvan y crecen en nuestro seno.

Pilar Rahola es periodista y escritora.Rahola@navegalia.com

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