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Columna
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Adicción

El clima de guerra se ha apoderado de todas las sobremesas. Antes de que los misiles asolen Bagdad ya están cayendo en nuestros platos, donde las lubinas y otras especies inocentes tratan también de salvarse. La guerra se ha establecido en todas las tertulias de la radio, en las copas de media tarde en los bares, en todos los telediarios, hasta crear una atmósfera muy cargada que ocupa ya la conciencia de los ciudadanos inermes. Se trata de una previa invasión espiritual cuyo objetivo consiste en hacernos creer que la guerra es inevitable. Ésta es la primera victoria que los belicistas intentan alcanzar. Se nos promete un grande y siniestro espectáculo como si los misiles fueran arcángeles. Si se cae en la tentación de creer que esta lluvia de acero sobre Irak es irremediable, aunque ames profundamente la paz, podrías sentirte decepcionado si por fin este festival bélico no se produce, y ésa sería la derrota más miserable. Este clima de guerra ha sido programado para crear una adicción que esté muy cerca de la fascinación diabólica. Hay que llevar las pancartas de protesta hasta el pie de los arsenales, pero también es necesario desintoxicarse. Hoy es un domingo lluvioso o soleado. De buena mañana hay un buen trabajo que hacer: bostezar, rascarse la espalda por debajo del pijama y pensar que una sonata de Bach entreverada con el perfume del café y las tostadas puede limpiar el cielo contaminado. Cualquier pequeño y puro placer que te permitas será un acto subversivo frente a la guerra. Mientras ellos llevan ahora la maquinaria del infierno a las arenas del Paraíso Terrenal, volvamos nosotros a los principios cardinales: el mar de febrero hoy está muy azul, estas palmeras y las de Bagdad son hermanas. Durante el paseo por las calas he vislumbrado que los erizos afloraban en los bajos de las aguas claras y frías de invierno. Por mi parte no me permitiré hoy ninguna caída, ningún miligramo de dinamita ni de petróleo en el cerebro, que suele introducirse a través de comentarios de analistas políticos y de estrategas que hablan de futuras hecatombes con un licor de pera en la mano. La contaminación bélica continuará mañana, pero hoy podrá salvarte el olor a algas, el brillo de las aceitunas rellenas en la terraza del bar durante el aperitivo, la niña que pasará delante de ti patinando. Después podrás hacer el supremo ejercicio de paz: cerrar los ojos y dejar que el sol te dé en la cara. En la claridad de los párpados no verás ningún pájaro de acero, sino la luz primordial que nace todos los días. Y ésa será la primera batalla.

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