Los coloridos años grises
Dentro de la actual literatura británica, Jonathan Coe (Birmingham, 1961) es un caso curioso. En un paisaje donde abundan los estilos reconocibles en el acto y los territorios claramente marcados, Coe parece haber elegido una opción digna del Zelig de Woody Allen: en sus libros no cuesta nada detectar ráfagas de Amis, de McEwan, de Barnes, de Ishiguro, de Lodge, de Kureishi... Tal vez esto -su "talentosa" y camaleónica falta de estilo sumada a una sentimentalidad y, en el mejor sentido de la palabra, a una ligereza que son sólo suyas y que no poseen ninguno de los antes citados- sea su estética. Una estética donde, primero, se elige a un determinado modelo para, enseguida, someterlo a una elegante radiación que lo convierte en otra cosa. Lo transforma en algo tan extraño como -valga la errata- COErente.
EL CLUB DE LOS CANALLAS Jonathan Coe Traducción de Javier Lacruz Anagrama. Barcelona, 2002 456 páginas. 19,50 euros
Autor de tres primeras novelas tan interesantes como irregulares (la tercera de ellas, Los enanos de la muerte, publicada no hace mucho en España por Zoela) y de un par de buenas biografías (Humphrey Bogart y James Stewart fueron los elegidos); Coe se consagró para público y crítica con ¡Menudo reparto! (1994) y La casa del sueño (1997), ambos en Anagrama. Son sus dos libros más admirablemente deformes. Si el primero era una especie de Retorno a Brideshead, de Evelyn Waugh, fundiéndose con la Trilogía Gormenghast, de Mervyn Peake, entonces el segundo podía ser disfrutado como un episodio de la serie Friends escrito por Paul Auster y filmado por David Lynch.
El escritor que Coe ha elegi-
do manipular en El club de los canallas -estoy casi seguro- es el Nick Hornby de Alta fidelidad potenciado por las intenciones de vasto fresco generacional de Anthony Powell en Una danza para la música del tiempo y pasado por el tamiz del John Irving más comprometido y violento de El mundo según Garp. Ese mismo tono entre documental, doméstico, ligero y bestial para narrar tanto una inesperada decapitación como para retratar una de las décadas con peor prensa en todas partes: los años setenta.
En Inglaterra, los conservadores regresaban al poder, el rock se volvía algo sinfónico y horrible hasta que llegó el punk a ajustar cuentas, el centro del mundo dejaba de ser la Inglaterra de los Swinging Sixties para mudarse muy lejos, y los Monty Phyton eran el único consuelo posible. En este escenario de resaca iniciática y resignada -donde ya se insinúa la sombra ominosa de Margaret Thatcher-, Coe es especialmente eficaz a la hora de retratar las entre absurdas y trágicas idas y vueltas de un cuarteto de adolescentes de Birmingham con aspiraciones artísticas. No lo es tanto -lo mismo suele pasarle a Hornby a la hora de autoimponerse el ser serio- cuando casi editorializa en forma de diálogos la escalada de violencia del IRA bombardeando pubs o se ocupa de las miserias del National Front. Pero a la hora de las conclusiones, Coe triunfa con una retrotragicomedia de costumbres (buenas y malas) y de reparto numeroso (demasiado numeroso, como bien señaló un crítico y, por momentos, se experimenta el excitante desconcierto de haber llegado a una fiesta donde no conoces a nadie pero te gustaría ser muy amigo de casi todos), consiguiendo algo que parecía imposible: la más colorida de las novelas sobre los años más grises. Esos diez años que -a diferencia de aquellos diez días- no conmovieron al mundo sino que, apenas, lo hicieron llorar.
Mucho.
(En la última página de El club de los canallas, una nota del autor advierte que todo esto no es más que la primera parte y que las bodas, bautismos y funerales se continuarán -el plan original del autor era el de una saga de seis volúmenes- en una próxima y última entrega. Mismos protagonistas, pero los últimos y opacos años de la década de los noventa en sus calendarios, advierte Coe).
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