Orden y desmesura
Aunque sea poco frecuente hablar de arte suizo, hay una buena cantidad de nombres importantes en el arte nacidos en ese país, entre ellos, Paul Klee, Alberto Giacometti y Le Corbusier. Suiza es además un país con grandes coleccionistas de arte.
Un país que cuenta en su haber artístico moderno con el pintor Paul Klee (1879-1940), el escultor Alberto Giacometti (1901-1966), el arquitecto Le Corbusier (1887-1965), el ingeniero Robert Maillart (1872-1940), el diseñador Johannes Itten (1888-1967) o el cineasta Jean-Luc Godard (1930) no debería sufrir ningún agobio comparativo a la hora de presentar el valor de su marca nacional. La lista de artistas suizos relevantes del siglo XX es, sin duda, mucho más amplia, pero, antes de volver sobre ella, tampoco se pueden desconocer otros hechos significativos, como el nada desdeñable de que fuera en el así llamado Cabaret Voltaire, de Zúrich, donde tuvo lugar, en 1916, la fundación de Dadá. Este último dato ya nos revela algo de la personalidad histórica de Suiza y el porqué de su potencial artístico, que, además de los artistas locales, se ha beneficiado circunstancialmente de su condición de zona neutral en el corazón de una Europa rabiosamente beligerante. Tampoco se debe desdeñar su peculiar forma de organización política cantonal, cuyo tejido es el resultado de la necesidad de fundir, no ya tres lenguas, el alemán, el francés y el italiano, sino casi tres formas muy diferentes de entender la vida. De todas formas, desde una perspectiva más folclórica, aún se podría alegar el proverbial sentido del orden suizo, parodiado popularmente a través de ser el país de los relojes, lo que podría avenirse muy bien con el haber tenido una vanguardia de arte geométrico muy sólida, con figuras de la categoría de Max Bill (1908-1994) o Richard Paul Lohse (1902-1988), pero, frente a esta caricatura, se rebeló una de las personalidades más interesantes de la cultura suiza de vanguardia, Harald Szeeman, que nos dio la visión alternativa a través de una exposición significativamente titulada la Suiza visionaria, donde se compendiaba toda la nada desdeñable "locura" creadora que ha recorrido este país desde los orígenes mismos de nuestra época, Henrich Füssli (1741-1825), hasta el corazón del siglo XX, Adolf Wölfli (1864-1930).
El arte suizo ha multiplicado su importancia según avanzaba nuestra época
Lo que, en cualquier caso, está claro es que el arte suizo ha multiplicado su importancia según avanzaba nuestra época. Füssli, por ejemplo, se instaló en Londres movido por una suerte de exilio y murió allí convertido en un pintor británico, lo que, un siglo después, no pasó con otros dos pintores formidables, Ferdinand Holder (1853-1918) y Félix Vallotton (1865-1925), respectivamente figuras destacadas del simbolismo y los nabis. Es cierto que, luego, un Klee refugiado tuvo problemas para obtener la nacionalidad, pero, de forma más natural, otros grandes creadores suizos han podido ir y venir dentro y fuera del país a su conveniencia, sin comprometer por ello su identidad. Son los casos de la dadá-surrealista Meret Oppenheim (1913-1985), de Giacometti, de Itten, de Sophie Taeuber-Arp (1889-1943), que desarrollaron una parte importante de su actividad en París, Berlín o donde fuera. Otros tuvieron menos inquietudes viajeras y quizá por ello una menor proyección internacional, como Jean Crotti (1878-1958), Camille Graeser (1892-1980), Fritz Glarner (1899-1977), etcétera.
La vitalidad artística suiza no declinó, en principio, tras la Segunda Guerra Mundial, que coincide con la segunda mitad del XX. Hay una figura fascinante que, en cierta manera, marcó un estilo: Jean Tinguely (1925-1991), creador de complejas máquinas de movimientos delirantes e hilarantes. Próximos al estilo de reciclaje, absurdo y, en ocasiones, humor de este último, hay que citar al oriundo de Alemania Dieter Roth (1930-1998), muy relacionado con Fluxus y diseñador del pabellón suizo en la Bienal de Venecia, y a Daniel Spoerri (1930). En cuanto a las generaciones más recientes, es lógicamente mucho más difícil distinguir lo que ha de perdurar, aunque hay artistas ya internacionalmente muy acreditados, como, entre otros, Thomas Hirschhorn (1957) o Pipilotti Rist (1962), esta última volcada a los nuevos medios, como el vídeo. Con Madrid entregado, a través de Arco, a la promoción de este arte último suizo, no creo que tenga sentido aquí hacer listas al respecto, al margen de que el arte actual, plenamente globalizador, borra casi por completo cualquier resabio de identidad nacional.
Lo que no se puede obviar es lo que la Suiza del presente aporta en relación a la promoción del arte contemporáneo. En primer lugar, se trata del país en el que proporcionalmente hay más colecciones de arte moderno, donde están algunos de los mejores marchantes del mundo y donde se cuece el mercado artístico europeo, no sólo a través de la feria indiscutiblemente más importante, la Feria de Basilea, que este año ha dado un paso decisivo al poner además un pie en Estados Unidos con su primera edición en Miami, sino porque su privilegiada situación administrativo-financiera hace que las mejores obras de arte antiguo y moderno a la venta pasen por allí o estén allí depositadas, quizá porque el dinero busca el dinero. Todo esto ciertamente no tiene que ver con el genio artístico, cuyo florecimiento sigue siendo un misterio, pero sí con el uso social del arte, algo que cada vez adquiere más importancia, sea para bien o para mal. En este sentido, la presente situación de promoción madrileña del mundo artístico suizo tiene algo de la llamada "alegría del pobre", que, como es sabido, consiste en tener el privilegio de invitar al rico.
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