Elogio (con lamento) de Espadán
Si miramos el mundo con la debida justicia, habremos de admitir que no es posible aplicar ninguna jerarquía a la distribución de su belleza. Dado que no sabemos si ella -la belleza- está dentro o fuera de nosotros, si la dictaminamos o si más bien fulgura por sí misma, siempre podrá ser predicada o descubierta en cualquier parte. Por eso hay lugares unánimemente admirados y lugares que se disfrutan en minoría; otros, incluso, que se gozan en incomunicable exclusiva.
Pero si la presencia de la belleza está sometida a un forzoso igualitarismo, otro tanto sucede con su intensidad y su calidad, imposibles de ordenar en grados. ¿Es más hermoso un bosque atlántico que un desierto? ¿Un acantilado marino que un áspero y fragante páramo interior? ¿Acaso las ciudades modernas no producen una obvia atracción? ¿Es que no puede encontrarse una dañina hermosura en un territorio devastado? Lo dijo, y en latín, Giordano Bruno: pulchritudo multiplex est, la belleza es múltiple.
Ustedes me perdonarán, pero si me he puesto a divagar de entrada ha sido para justificarme, pues de entre los variados ejemplos de lugares admirables que no faltan en esta fracción nuestra del mundo, hay uno que prefiero y en donde me parece que lo bello natural muestra un rostro particularmente dulce y, sin contradicción, al mismo tiempo agreste: la Sierra de Espadán.
A Espadán la dulzura se la regala su vegetación, especialmente sus árboles. En pocos sitios la combinación mediterránea de olivos, almendros y algarrobos adquiere una atmósfera pictórica tan matizada, gracias seguramente a su diseminación irregular casi por todas partes y a la claridad de una luz elemental. El alcornoque, no obstante, es el emblema de estas tierras, el responsable último de su diferencia. Pone un color de ceniza verde en las laderas y crea rincones de sombra y humedad donde crece el helecho, donde el caminante puede encontrar un ejemplo de aire detenido. Es un árbol robusto y lírico, un árbol hospitalario que cumple su promesa de calma.
Junto a estas serenidades Espadán extiende también su fragosidad, su piel abrupta. Son montes hendidos por barrancos y torrenteras, rotos a menudo por cortados donde la roca se cuartea y se arista siguiendo un patrón de cubismo geológico. Líquenes amarillentos cubren compasivamente muchas de esas llagas; han acabado por convertirse en un sello distintivo que los senderistas contemplan admirados mientras recobran el aliento.
Sin menoscabo de su pasado morisco, tan real y manifiestamente presente, la Sierra de Espadán tiene un aire como de Grecia pensada, como de Arcadia fabulosa, pero con la doble ventaja de ser menos ficticia y más humilde.
Por todo esto, el pasado viernes 31 de enero, cuando desde la N-340, entre Sagunto y Almenara, descubrí el resplandor nocturno de las llamas, y la radio pronunció nombres de parajes que conozco y que estaban ardiendo, sentí el desconsuelo indefinible que causa la pérdida de cosas hermosas. Temí que quedaran arrasados los bucólicos y limpios alrededores de Chóvar, o La Mosquera, o el bosque en torno al castillo de Castro, o el verdor de los barrancos de Fondeguilla y Eslida...
Recientemente, sin apenas ruido ni demasiada repercusión pública, la Sierra de Espadán fue declarada parque natural. Esta figura jurídica habría de ser provechosa para los muchos lugares que forman este lugar y para la gente que vive en ellos y de ellos. Cierto es que el incendio invernal se debió a factores de fatalidad imprevisible (¿o no?), pero ello no hace sino llamar la atención sobre el rigor máximo con que nuestro patrimonio natural pide ser gestionado. Había y hay la exigencia de proteger tanta riqueza botánica, fáunica y paisajística como albergan estas montañas. Pero también existe otra necesidad, quizá más sutil, más difícil tal vez de defender: la de preservarlas por el beneficio, digamos espiritual, que producen a quien acude a ellas. Claro que, de seguir este criterio, nos veríamos obligados a proteger el mundo entero, en vista de la potencial omnipresencia de la belleza. Ya sé que una cosa así sería una exageración, no me hagan mucho caso.
Algunos convalecientes agradecen las visitas respetuosas. No se olviden de seguir recorriendo los senderos de Espadán, un delicioso parque de emociones seguras y pensamientos caminados. Será bueno para la curación de sus nuevas heridas.
Antonio Cabrera es profesor y poeta.
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