Sostiene Prodi
Por su empeño favorable al progreso de las instituciones comunitarias, Romano Prodi, presidente de la Comisión Europea, es un político bastante apreciado entre nuestra clase dirigente (la cual, quizá por el sustrato religioso y cultural de nuestra política, ha tenido siempre, al menos hasta que llegó Berlusconi, cierta querencia por los vientos de Levante). Prodi ha visitado, como saben, Barcelona. Estuvo en el Fòrum, conversó con nuestros políticos, mantuvo reuniones de trabajo. Aprovechando la hora de la comida, el lunes dictó una amable conferencia amparado por el club de opinión Tribuna Barcelona, que preside Juanjo López Burniol. Prodi tuvo que comer y hablar casi a la vez, entronizado en una tarima, flanqueado por un Pujol que, después de una lúcida presentación, se dio una siestecilla. Una notable y apretada representación de la sociedad civil catalana le escuchaba masticando una carne gomosa en los fastuosos salones del hotel. El ambiente y el escenario evocaban una Europa que ya no existe: salones dorados, cortinas de terciopelo verde, volutas y espejos que reflejaban el poder colonial. Esta Europa murió después de maquinar dos guerras fratricidas bajo opulentas lámparas de lágrimas de cristal.
El presidente de la Comisión Europea afirma: "Cada año de nuestra historia ha sido un año de transición"
La Europa de ahora es un club económico muy serio que no sabe cómo ser algo más que un club, aunque sí sabe que ya no puede ser menos que un club. El presidente Prodi es la autoridad política máxima. Pero su poder máximo (la llamada Comisión Europea) es mínimo, en realidad. Los que de verdad mandan son los jefes de Gobierno de los países miembros del club, que se reúnen de vez en cuando en un consejo y deciden los pasos que debe de seguir el club para ser sólo y nada más que un club. Prodi no fue tan radical como un servidor en su descripción del impasse institucional europeo, aunque describió Europa como un tránsito, como algo que, fundamentalmente, se mueve: "Cada año de nuestra historia ha sido un año de transición". Prodi tiene puestas sus esperanzas en la "convención sobre el futuro de Europa". Al parecer, el documento que esta convención ha perfilado propone que la gaseosa unidad europea actual inicie una fase constituyente. Europa podría tener una Constitución. Es decir, una personalidad jurídica única y propia. Una personalidad que permitiría, por ende, simplificar los complicados tratados actuales de adhesión y definir con claridad los papeles de cada institución.
La necesidad europea de contar con una voz única está en la calle estos días. Durante las épocas de escasa tensión internacional, los mezquinos intereses de los Estados europeos son motivo de chanza o de lamento jeremiaco en los periódicos. Pero esta división emerge dramáticamente cada vez que aparece en el horizonte un conflicto internacional más o menos próximo: los Balcanes, Israel-Palestina y, ahora, Irak, mucho menos lejano de lo que creemos ("no è lontano, eh!, è vicino", dijo Prodi en una de sus escasas frases coloquiales). Aznar, Blair y Berlusconi se han arrimado espectacularmente a Bush. No está descartada la crisis más gorda. Sin embargo, Prodi hablaba ante nosotros, bajo las viejas lágrimas del Ritz, de la posibilidad de que esta tan necesaria "voz única europea" tenga pronto estatuto jurídico. "Dios le oiga, profesor", pensé mientras lo observaba. Tiene Romano Prodi el aspecto gris de un profesor provincial (lo imaginé, no sé por qué, en la Ferrara de Basani avanzando hacia el liceo con paso triste, bajo la lluvia, por una calle adoquinada). Es un profesor prudente y cortés. Usa un italiano de tonos apagados, comiéndose las consonantes, digno, pero no muy seguro de ser escuchado, discreto, alejado de la pompa senatorial que tópicamente esperamos de un político italiano.
En este tono reflexionó sobre el camino recorrido en estos 50 años europeos. Un camino no despreciable, aunque tengamos escasa conciencia de haberlo recorrido. Según el profesor, hemos construido la primera potencia económica, nos enfrentamos al fenómeno de la globalización respetando nuestras diferencias mediante el consenso y la negociación. Hemos optado no por el melting pot americano (en el que las culturas, dijo, se disuelven), sino por el respetuoso puzzle, por el ensamblaje de piezas muy diversas, respetando una gran variedad de lenguas y culturas (para el problema de las culturas sin Estado, como la catalana, Prodi, en cambio, no ofreció más que buenas palabras y una inquietante constatación: todo depende de la voluntad de los Estados). Éste es, según Prodi, el recorrido. No parece poco, ciertamente. Aunque tampoco parece mucho. Para conjurar esta sensación de sí pero no, Prodi puso el énfasis en el mejor argumento del europeísmo fundacional: no se ha tratado, de momento, de ganar lo bueno, sino de evitar lo peor. En la gaseosa Europa de hoy es prácticamente imposible regresar a las dictaduras. Éste es el mejor regalo que nos hace Europa. No es brillante, pero es, ciertamente, un alivio: la tiranía ha sido la gran tentación de las diversas tradiciones europeas.
El momento internacional es tremendo. Pujol lo describió como "especialment difícil: a Europa s'han produït esquerdes, escletxes realment importants". Y el periodista Lluís Foix, en el turno de preguntas, habló de la "confusión y la perplejidad que la política americana está inoculando en la europea". Prodi, muy en su papel de presidente sin poder real, intentó no mostrarse pesimista, pero confesó un miedo: "Ya en Kioto me di cuenta de que de los americanos no quieren pactar nada. Ni un modesto acuerdo sobre un problema tan serio como el del medio ambiente. Aquella negativa me impactó". Para despejar el peso de la duda, volvió a insistir en la necesidad de la voz única. Como quien, en el rezo, repite una letanía. Contra el pesimismo de la razón, el discreto y voluntarioso optimismo de un profesor. Es lo que hay.
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