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Columna
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Contrastes

Existe la idea, tan extendida como equivocada, de que en Almería no hace frío. A los que venimos de fuera nos sorprende que los pisos de lujo, y no digamos ya las viviendas modestas, se vendan sin calefacción. Para un mes de frío -dicen los constructores- no merece la pena hacer la instalación. Pero todos los años el invierno almeriense acude puntual a mediados de noviembre, a veces antes; y se queda con nosotros tres o cuatro meses. El alcalde y los candidatos que ahora se presentan a las elecciones deberían reconocer oficialmente su existencia, aunque ello obligara a los constructores a meter calefacción en los adosados.

Durante un año viví en un pueblecito de Maine, llamado Waterville, que en invierno alcanzaba treinta grados bajo cero, temperatura a la que jamás había pensado que fuera posible la vida. Al salir a la calle sentía la dureza de aquel frío en el interior de los globos oculares, como si el viento gélido pudiera colarse por los resquicios de mis cuencas. Con el termómetro en la mano, Almería es más cálida que Waterville, desde luego. Sin embargo, no recuerdo noches de invierno más desapacibles que las que pasé en el interior de mi casa el primer año de mi vida almeriense. Como todos los forasteros, yo también tardé en comprar radiadores pensando que aquí disfrutaban de una primavera perpetua. Afortunadamente no es así. Los lugares con una temperatura templada e invariable todo el año tienen más de invernaderos que de paraísos. Prefiero que a los veranos calurosos les sucedan inviernos fríos, y me gusta pasear abrigado por los lugares que he recorrido prácticamente sin ropa. Disfruto tumbándome al sol; pero me resulta igualmente placentero guarecerme, entrar en calor, ponerme ropa de abrigo y alcanzar ese estado próximo a la felicidad que es tener los pies calientes cuando fuera hace frío.

Uno de los descubrimientos más agradables desde que vivo en esta provincia ha sido su nieve. La nieve almeriense. La primera vez que la pisé fue al poco de llegar, en Calar Alto, en la Sierra de los Filabres, donde se levanta el observatorio astronómico hispano-alemán. Es raro que a la altura de diciembre no pueda verse desde la orilla del mar la cumbre nevada de este monte, que los fines de semana se convierte en lugar de culto y peregrinación para los domingueros y las familias con niños pequeños.

Pero este año la nieve está cayendo más cerca, en Sierra Alhamilla, a las afueras de la ciudad. Lo chocante es que para llegar a ella hay que tomar una minúscula pista que nace detrás del Mini-Hollywood, la parte de Almería que más se parece a Arizona. El ascenso por esta endiablada carretera, que llega hasta el repetidor de Televisión Española, proporciona uno de los panoramas más bellos e inquietantes de la provincia. Una vez arriba, hundidos en la nieve hasta las rodillas, dominamos con la vista la inverosímil y rugosa superficie lunar del Desierto de Tabernas. Y si el día es claro, basta darse la vuelta para encontrar al otro lado la imponente silueta del Cabo de Gata dibujada sobre el diáfano y luminoso azul del Mediterráneo. No me extraña que los turistas se queden colgados.

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