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Columna
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Paisanos

El hábito no hace al monje. Pero cuando el monje se quita el hábito conserva una huella extraña, un resto casi invisible, una ausencia de pared que se ha quedado sin cuadros o de playa que ha perdido a los últimos veraneantes. Los sacerdotes sin sotana, los militares de paisano o los políticos en campaña electoral, con palabras callejeras y jersey de cuello vuelto, mantienen el halo de su verdadera condición, las manos afiladas de los púlpitos, la compostura rígida de la disciplina, el humo de las reuniones secretas y de los intereses. Van por la ciudad como la nieve en el mes de agosto, como los amantes recién abandonados, como los espías que están a punto de ser descubiertos, como la impertinencia de un joven al que se le ha pasado la edad. Necesitan confiarlo todo a su capacidad de seducción. Llevan una prisa escondida. Los ríos navegan hacia el mar, los restos del naufragio buscan las orillas, los cuerpos se inclinan hacia sus uniformes. Aunque el oleaje cotidiano tienda a guardar las galas, a colgarlas en el armario de la rutina, llevamos a flor de piel una nostalgia de nuestra condición, la tijera indeleble de ese sastre vaporoso que ha cortado un disfraz verdadero para cada una de nuestras almas. Por el hueco que dejan los disfraces aparece el rostro de un mundo olvidado, sin nombre, asumido en el ir y venir de las costumbres. Veo los ojos de un niño que acaba de intuir el significado de su miseria, veo a un grupo de detenidos que envuelven el frío de su derrota en una manta, veo el abandono de un cadáver entre las rocas, veo la cruz de un ahogado sobre la memoria gris del mar, veo una fosa y una oración murmurada con las sílabas de la impotencia, veo celdas, helicópteros y lanchas, veo el desnudo sin patria que se abraza a sí mismo bajo la narración abstracta de una cifra. Bajo el color simbólico de los mapas, hay ciudades, edificios, plazas, insomnios privados y hormigas que viven los laberintos minúsculos de la realidad. Bajo el dolor contemporáneo, hay un desnudo sin patria.

Se ha inaugurado en Jerez la exposición Testimonios de solidaridad. El drama de la inmigración. Coordinada por Antonio Reyes, Khalid Raissouni y Turia El Byari, promovida por Desarrollo y solidaridad, la exposición recoge fotografías y comentarios de escritores sobre la tragedia rutinaria que viven los inmigrantes en las costas de Andalucía. No veo naufragios con carácter de acontecimiento, sino la costumbre de una violencia asumida, regulada, tan previsible como los síntomas de una enfermedad crónica, tan impúdica como un dolor vestido de paisano. No me atrevo a calificar la exposición de sobrecogedora, porque desconfío de que nos quede capacidad para el sobrecogimiento. Muy crueles deben ser las guerras de una sociedad que confunde la paz con la crueldad cotidiana. Porque ahora suenan los himnos de guerra, los soldados se visten el uniforme y la extrema derecha disfraza sus colmillos avarientos con declaraciones de principios. Pero, desde hace muchos años, por las calles de nuestras ciudades, pasea gente normal con ese aire impreciso de los militares vestidos de paisano. El pacifismo de la opinión pública europea es una incómoda mentira conyugal.

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