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Columna
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Razones

No es preciso que estemos poseídos por un ataque de rabia antiestadounidense para declararnos contra la invasión de Irak. Ni siquiera necesitamos ser sensibles. Basta con tener sentido común. Porque supongamos que no nos importan los entre 300 y 400 misiles de crucero que caerán sobre el país desde el primer día; imaginemos que carecen de relevancia las víctimas, las personas. Ya puestos, pensemos que, además, también a nosotros nos interesa ese petróleo, inagotable al menos durante los próximos 30 años, que el agresor va a conseguir como botín cuando siente su enorme trasero en esa parte del mundo.

Pero echémosle sentido común. ¿Cómo demonios va a gestionar la posguerra una panda de energúmenos que todavía no ha sabido dar con Bin Laden, que no nos han explicado cómo acabó el asunto ántrax, y que aún tiene a cientos de soldados triscando por las montañas de Afganistán, a la caza de miembros de Al Qaeda? Una vez que el elefante haya pateado la cristalería, ¿el sutil presidente Bush jr. y su jauría sabrán qué hacer con los supervivientes del partido Baas en el poder, con los chiítas integristas, con las facciones kurdas? ¿Podrán siquiera distinguir a unos de otros?

Y luego está Israel. ¿Queremos los españoles acabar con la esperanza de un Estado real para el pueblo palestino? Porque ésa es la intención del flamante verdugo democrático Ariel Sharon y de sus votantes, empujar a los palestinos hasta Jordania, diezmarlos y meterlos en un bantustán. ¿De verdad estamos dispuestos a colaborar en esa solución final, a cargo del responsable de las matanzas de Sabra y Chatila?

Por no hablar de lo obsceno de ese deseo de guerra que enardece a Bush y quienes le rodean, típico de civiles cobardes que se escudan en el derrame patriotero para lograr sus fines de comisionistas. Hasta a un militar como el general retirado Schwarzkopf, vencedor de la guerra del Golfo de 1991, le repugna el secretario de Defensa, Donald Rumsfeld, "que parece disfrutar con la idea de entrar en guerra". Precisamente Rumsfeld, que visitó amistosamente a Sadam Husein en 1983, el mismo año en que EE UU concedió al futuro enemigo un suculento préstamo.

Razones no nos faltan para gritar: "Me opongo".

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