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Ciudad y país

El activo económico y social más importante de un país está constituido por sus gentes, las habilidades y conocimientos de las mismas. La agrupación de las gentes en ciudades suele ser considerada como un incremento del activo anterior.

Desde la pionera Jane Jacobs, hoy, nadie duda que las ciudades constituyen la riqueza de las naciones, en paráfrasis feliz del padre fundador de la ciencia económica, Adam Smith. La economía académica de la reaganomics ha tenido que rendirse a la evidencia. El espacio urbano era algo más que el espacio del consumo. Por si faltaba alguna evidencia, el 11 de setiembre, tan fatídico como tantos otros 11 de setiembre, recuperaba la necesidad del espacio urbano por antonomasia, en su reconstrucción para casi todo, incluido el estado de ánimo de inversores.

La ciudad estructura el país, como gusta decir en nuestro entorno, vertebra, o contribuye a vertebrar los espacios regionales. En Europa ha sido pauta a lo largo de siglos. A lo que se me alcanza no ha habido otra forma de hacerlo, de las ciudades-estado a los estados-ciudad. La desaparición más o menos efectiva de las fronteras de los estados nacionales, ha significado en gran medida la recuperación del papel de las ciudades.

Un papel singular, si se quiere, pero bien enraizado en la tradición urbana de nuestras sociedades. Baluarte de las libertades, desde la económica a la más estricta, espacio en el que siempre es posible la integración de la diferencia, y a la vez lugar en que se pueden desplegar las iniciativas, los cambios: de ideas, de tecnologías.

Hacer ciudad es hacer país, por retomar alguna de las viejas iniciativas del siglo pasado, que continúan actuales, en la medida misma que se ha perdido un tiempo precioso para articular las políticas, las ofertas políticas, a la realidad.

Estos tiempos han sido de competencia. Las ciudades compiten entre sí, en una especie de oligopolio, en el que la capacidad de articular, de innovar, constituyen el mayor de los aciertos, y la pereza y la autocomplacencia el peor de los defectos.

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El sistema de ciudades valenciano no se debe, por desgracia desde que conocemos el modo y manera de remediar los defectos, a la acción de los poderes públicos. Los últimos años constituyen un buen ejemplo del divorcio entre el sistema de ciudades real y las acciones públicas, de los poderes públicos, para mejorar su capacidad de competencia.

Este sistema de ciudades se debe a una profunda tradición, moderna y actual por otra parte, que ha establecido una red urbana eficiente, pese a la actitud, propuestas y acciones de los poderes públicos. Al sistema de ciudades se ha agregado, de una manera espontánea, y ciertamente admirable, una red de distritos industriales, de áreas homogéneas de actividad económica, que constituyen el mejor activo, una vez más de un país que nadie ha tenido voluntad política de edificar. Contando con tan excelentes recursos, y tanta voluntad como la demostrada de la Plana de Castelló a Ibi.

Desde luego conviene, a los efectos de consolidación de un sistema urbano, la complicidad de todos los actores, comenzando por los públicos, en la medida que la anorexia de lo público no se haya convertido en bulimia de sus parásitos. Que no es poco el peligro, y más el riesgo de la rectificación de lo que ha venido siendo un asalto porfiado a todos los resquicios apropiables del bienestar colectivo, desde el suelo a los servicios sociales.

Esta complicidad exige, a efectos de una competencia real entre sistemas urbanos, la consolidación del núcleo central, a la manera de centro gravitacional del sistema. El reconocimiento de las especialidades relativas de los sistemas urbanos, de los distritos industriales, y la consolidación de instrumentos básicos de competencia, de las infraestructuras a las redes de conocimiento y su capacidad de difusión.

Y una convicción, sin ciudad no hay país. La disgregación provinciana, y aun comarcana, son fragmentaciones que en nada contribuyen, como las polémicas falsamente identitarias, a consolidar un país de las ciudades. Y una ciudad que aspire, y se constituya por derecho y por eficacia, en el referente para el conjunto urbano valenciano.

Dentro de unos pocos meses habrá oportunidad, social, política, de confrontar las opiniones. Entre quienes prefieren la subalternidad provinciana, y quienes seguimos pensando que es posible hacer país consolidando el sistema de ciudades para la competencia en el mundo sin fronteras. Entre quienes piensan en el folklore casposo y reducido, y quienes pensamos en las oportunidades reales de la eficiencia de un sistema urbano, y productivo, capaz de adaptarse a las circunstancias más adversas.

Esto es, entre quienes pensamos en la ciudad, las ciudades, su capacidad de integrar y desarrollarse, y quienes las piensan como ocupación de sus especulaciones más abyectas.

Están las gentes, existen las ciudades. Permanece la abulia culpable de las administraciones para hacer posible la combinación de estos activos con los conocimientos, la innovación, reducidas a mero espectáculo. La reconversión es posible, en la medida misma que ya es una exigencia de parte de jóvenes sin expectativa, de empresarios reducidos a la subcontratación y el abandono, de la marginalidad política respecto de infraestructuras vitales.

Para ello es más necesario que nunca hacer ciudad para hacer país, lo que sin duda alguna va a diferenciar, entre otras cuestiones, las ofertas de la derecha rancia y antigua de una izquierda renovada.

Ricard Pérez Casado es doctor en Historia y diputado socialista por Valencia.

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