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A PIE DE PÁGINA

Último domingo de octubre

Desde la sala, antes de los edificios, se ve una cancha de baloncesto, hierbas, olivos, y la sombra de los olivos siempre a la derecha, independiente del sol. Una casa amarilla, tal vez más ocre que amarilla, con las ventanas realzadas por una faja blanquecina, después un muro, después la carretera y, entonces sí, los edificios. Todos iguales, tendederos, persianas. Ni una persona a la vista. Son las diez de la mañana del domingo, ha cambiado la hora. Parece que, aparte de la hora, no ha cambiado nada más. No estoy aquí, sigo en el Hotel Wedina escribiendo. Gurlittstrasse 23, en Hamburgo, no muy lejos del agua, frente a los arces de un parque. De vez en cuando levantaba la cabeza y los arces, rozados por el viento, decían

El señor Mertin, todo martillos, haciendo estremecer el hotel. Si pudiese escribir de esa manera

-Pues sí.

Arces viejos, casi plateados. Un perro preocupadísimo, dando vueltas. Tampoco aquí hay nadie a la vista, Alemania tan vacía como el domingo de hoy. Ningún viento roza a los olivos, ningún

-Pues sí

sólo el silencio del apartamento al sol. Si el silencio hablase, ¿qué diría? ¿Pues sí? ¿Otra cosa? Gurlittstrasse, Gurlittstrasse. Los huéspedes que toman el desayuno inclinados ante el periódico, la señora de la recepción muy seria detrás de sus gafas. Sus ojos, transparentes. Frau Mertin, con un plato de caramelos de frambuesa junto a una pila de mapas de la ciudad. Sólo cambiaba la mitad inferior de su cara, sus ojos permanecían intactos, interrogantes. Su marido, subido a una escalera, arreglaba lámparas. No sé por qué se asemejaba a las fotografías de las víctimas de los accidentes ferroviarios, dispuestas en la página cuatro, bajo el título de la noticia. Como el señor Mertin aún no había leído la noticia seguía ocupado con las lámparas. Temí que la mujer le señalase la página cuatro

-¿Ya has visto esto?

el señor Mertin bajase de la escalera buscando las gafas en el bolsillo de la camisa, acercase la nariz para observar mejor, asintiese

-Pues sí

y se tumbase cuan largo era entre las mesas del desayuno, con las manos cruzadas sobre la barriga, anunciando

-Un accidente de tren, he muerto

con la escalera a un lado, sola, aguardándolo, con la expresión ofendida que adoptan las escaleras cuando no las complacen, y la señora Mertin se vistiese de viuda en la habitación del fondo, dejando los caramelos de frambuesa a mi alcance. Gurlittstrasse, Gurlittstrasse, el señor Mertin, todo martillos, haciendo estremecer el hotel. Si pudiese escribir de esa manera. Si cada palabra un clavo, yo tac tac tac en el papel y las palabras bien agarradas a la hoja de tal modo que ningún lector lograse arrancarlas. Yo

tac

y una frase, yo

tac

y una nueva frase, todo perfecto, bien alineado, sin necesidad de corregir nada, definitivo. Aquí en Lisboa la sombra de los olivos siempre a la derecha, independiente del sol. Dos muchachos en la cancha de baloncesto: la pelota no entra en la canasta, golpea en el aro, rebota. La casa amarilla

u ocre

vibrante en la luz. El domingo entero frente a mí, centenares, miles de minutos estancados. Si estuvieses conmigo. Si nosotros en uno de los tendederos, en una de las persianas de los edificios y yo al vernos, desde lejos:

-Somos nosotros.

Yo contento. Martilla tu novela, António. No dejes de martillar tu novela. A las once y media me levanto, me visto, salgo. No es la Gurlittstrasse, no es Hamburgo: aunque las gaviotas sean casi las mismas estoy en Lisboa. Un domingo infinito de Lisboa. Al contrario de los días de la semana, semáforos eternamente verdes, ropas diferentes, más niños: algunos con globos, un chiquillo que no logra pedalear en su triciclo. Los vendedores de droga que también aparcan coches:

-Oiga, jefe

uno de ellos delgadísimo, tembloroso, con una herida en el mentón, una muchacha que acomoda a su hijo en el asiento trasero: usa pantalones ajustados, un aro en el ombligo, el pelo se mueve independiente de ella, con una vida propia. El llavero con una pata de conejo, el bolso al hombro que se balancea. Su hijo me ve: los charcos de sus pupilas en mí. Fijas, densas. El tipo delgadísimo insiste

-La voluntad, señorita

se aleja farfullando lamentos, rascándose. En el interior de mi cabeza los arces de Hamburgo

-Pues sí

casi plateados, tan bonitos. Maralde, mi traductora, sonríe, y la sonrisa se esparce por las facciones, las cejas, la nariz. Las gaviotas. Coge un caramelo de frambuesa del plato de la señora Mertin y la sonrisa se tiñe de infancia. En la Gurlittstrasse llueve pero es una lluvia leve, clara. Y es posible que me sienta feliz. No contento: feliz. Agarro el martillo y clavo la felicidad

tac tac

la clavo

en mí.

Traducción de Mario Merlino.

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