_
_
_
_
Tribuna:DEBATE | El eje franco-alemán y la construcción europea
Tribuna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las tribunas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Un motor con algunos fallos

El Tratado del Elíseo no fue un comienzo. El acto de fundación de las nuevas relaciones franco-alemanas y de la Europa comunitaria fue la declaración de Robert Schuman del 9 de mayo de 1950. Francia propuso a la joven República Federal, dirigida por Konrad Adenauer, una gestión común, igualitaria y supranacional del carbón y el acero. Y el último tratado franco-alemán que zanjó litigios directos fue el que firmaron en Luxemburgo en septiembre de 1956 el propio Konrad Adenauer y el jefe del Gobierno socialista, Guy Mollet: Sarre se convertía completamente en un land alemán, cuando su territorio se había convertido en una especie de protectorado francés, mientras que la canalización del Mosela se había emprendido para permitir al acero de Lorena un mejor acceso al mar.

El motor franco-alemán podría impulsar el cambio en las instituciones de la UE, y ahí falla
Más información
¿Necesario o desfasado?
Haz que tu opinión importe, no te pierdas nada.
SIGUE LEYENDO

Pero el general De Gaulle, que había vuelto al poder en 1958, puso casi inmediatamente su prestigio al servicio de lo que había combatido desde la oposición, es decir, la "pareja" franco-alemana como fundamento de la Comunidad Económica Europea. En septiembre de 1962, un viaje triunfal a Alemania le permitió, como se escribió en Der Spiegel, llegar como presidente de Francia y marcharse como emperador de Europa. Pero él sólo quería una Europa dominada por Francia, sin pérdida de soberanía, que excluyera a Gran Bretaña y plantara cara a Estados Unidos. Desde abril de 1963, tres meses después de la firma del tratado de amistad, el Bundestag sólo aceptó la ratificación después de que se votara un preámbulo totalmente contrario a los deseos del general. Parecía que el tratado había nacido muerto.

Si su 40º aniversario se celebra tanto hoy, se debe en parte a dos elementos creadores que contenía, y más aún a causa de una permanencia del "motor franco-alemán" de Europa, incluso si a ese motor le falta la gasolina de los proyectos comunes. El tratado creó la Oficina Franco-Alemana para la Juventud, una institución binacional original que, desde hace cuarenta años, ha hecho que se encuentren millones de jóvenes de los dos países. Se ha podido desarrollar basándose en lo que existía y se ha desarrollado aún más: una enorme red de hermanamientos, de asociaciones de regiones, de ciudades, de universidades, de institutos y de organizaciones profesionales franco-alemanas. Incluso en tiempos de tensiones, esa red social es más densa y sólida que la que existe entre estos dos países y cualquier otro.

La otra creación del tratado fue la obligación para el presidente de la República y el canciller de reunirse al menos dos veces al año, y más a menudo los ministros y altos funcionarios. El resultado ha sido que las cumbres, a menudo auténticos consejos de ministros ordinarios, han permitido tanto el nacimiento de políticas comunes como el aplacamiento de tensiones. En 2003, igual que en ocasión del vigésimo o trigésimo aniversario del tratado, los dos embajadores, a menudo ligados por una amistad personal, organizarán ceremonias comunes.

Los lazos personales entre los dirigentes han sido útiles. Helmut Schmidt y Valéry Giscard d'Estaing lanzaron la Europa monetaria. Helmut Kohl y François Mitterrand fueron, junto con Jacques Delors como presidente de la Comisión de Bruselas, los principales creadores de la moneda única. Pero incluso en los tiempos de las malas relaciones humanas entre George Pompidou y Willy Brandt, el primero apoyó la ostpolitik del segundo.

¿Pero cuál puede ser hoy la especificidad franco-alemana? Desde 1990, a los gobernantes franceses les ha costado admitir que la Alemania reunificada se había convertido en una igual de Francia, no por su nueva extensión (y hoy vemos hasta qué punto la unificación sigue siendo un factor de debilitamiento económico), sino porque el sistema de los cuatro grandes desapareció en Berlín. Sin embargo, desde hace unas semanas, vemos en Nueva York qué ventaja puede sacar Francia del escaño permanente que conserva en el Consejo de Seguridad. Una vez alejadas las susceptibilidades, permanecen las dificultades del momento. La principal no es la ampliación prevista para 2004. A pesar de los problemas económicos que se plantean, los dos Gobiernos aceptan encomendarse a la misma moral que permitió al principio la entrada de Grecia, Portugal y España, y después, la reunificación por extensión hacia el Este de la Alemania de la libertad: los países europeos salidos de la dictadura tienen derecho a formar parte de la Comunidad, si no, la Europa antihitleriana y antiestalinista renegaría de sus propios principios.Para que la ampliación no conlleve una especie de disolución de la Unión, que se convertiría en un simple conjunto comercial y monetario, hay que transformar las instituciones. Ahí es donde se esperaba la acción impulsora del motor franco-alemán. Y es ahí donde está el fallo. En la Convención presidida por Valéry Giscard d'Estaing, Joschka Fischer lucha por dar nuevos poderes a la Comisión, cuyo presidente sería elegido por la Asamblea, y por el fin de la norma de la unanimidad en el Consejo. Gran Bretaña hace de todo por evitar el desposeimiento de los Gobiernos nacionales. España parece próxima a Gran Bretaña. No está muy claro dónde se sitúan Jacques Chirac, desde junio último presidente todopoderoso, ni Gerhard Schröder, canciller muy debilitado, más impreciso sobre Europa que su ministro de Asuntos Exteriores. Si los dos hombres se pusieran de acuerdo para apoyar a Fischer, su acción común tendría un efecto de arrastre. Haría falta que la declaración franco-alemana. prevista para el 23 de enero. contuviera sólo una frase: "Nosotros, canciller y presidente, proclamamos que nuestro interés nacional prioritario es el desarrollo institucional y político de la Unión Europea".

Alfred Grosser es profesor emérito de Ciencias Políticas en París y presidente del Centro de Información e Investigación sobre la Alemania Contemporánea. Autor, entre otros libros, de L'Allemagne en Occident (Fayard) y de Identidades difíciles (Ediciones Bellaterra).

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo

¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?

Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.

¿Por qué estás viendo esto?

Flecha

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.

Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.

En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.

Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_