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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Terremoto penal

La ofensiva legal contra el terrorismo y la delincuencia en general iniciada el 26 de diciembre por José María Aznar con su anuncio unilateral -al margen de los pactos antiterrorista o sobre la justicia- de elevar de 30 a 40 años el límite legal de cumplimiento de condena ha concluido de momento con el anteproyecto de reforma de Código Penal aprobado el viernes por el Consejo de Ministros. Una reforma que constituye un verdadero terremoto penal -la modificación de 175 de los 639 de que consta el Código de 1995- y que, por ello, resulta sorprendente. Se desconocía que la comisión nombrada por el Gobierno a finales de 2000 para ajustar penas que resultaban descompesadas en el actual Código trabajara en una reforma de esa envergadura, que introduce nuevos delitos, agrava otros y endurece las penas de prisión.

No hay que negarle al Gobierno habilidad para conducir la opinión pública a los asuntos que le interesan y distraerla de los que le molestan -sus responsabilidades por la gestión de la crisis del Prestige o el manifiesto incumplimiento de su objetivo anual de inflación, entre otros- o para presentarse como el bombero de incendios que no ha sabido apagar o que incluso ha agravado en sus casi siete años en el poder. El asunto de la inseguridad ciudadana es un ejemplo de este comportamiento habilidoso -o sin complejos, como gusta denominarlo a sus portavoces - con que el Gobierno sabe disfrazar en éxito propio lo que constituye un fracaso en toda regla de su política.

De negar que el problema existiera y de eludir, por tanto, cualquier tipo de responsabilidad, ha pasado en poco tiempo a toda una ofensiva de reformas legales, dosificada en sucesivas entregas, cuya justificación estriba en la existencia de un descomunal problema de inseguridad ciudadana en España. El problema existe, en contra de lo que el Gobierno decía hace unos meses, pero no en la medida en que quiere hacer creer ahora. Parece como si Aznar hubiera caído en la cuenta de que exacerbar el problema hará más meritoria su actuación, más creíbles y socialmente solicitadas sus iniciativas legales para erradicarlo y le dará fáciles y cuantiosos réditos en las confrontaciones electorales que se avecinan. Y en este empeño alarmista destaca un ministro de Justicia que parece pugnar por desplazar a su colega de Interior del mando de los guardias y que pronostica que a partir de ahora se podrá ir por la calle sin que le roben a uno el bolso o la cartera, como si lo normal no fuera lo contrario de lo que sugiere el ministro.

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La reforma del Código Penal propuesta -casi un Código Penal de nueva planta sin debate previo con las fuerzas políticas- contiene, sin duda, aciertos en ámbitos en los que el Código de 1995 había quedado desfasado, como la violencia doméstica, el tráfico de inmigrantes o determinadas manifestaciones de la delincuencia organizada. Pero, aparte de su clara opción carcelaria como panacea frente a los problemas de inseguridad ciudadana - sobre todo, la de los pequeños delincuentes a los que Aznar prometió barrer de las calles-, la reforma contiene aspectos harto discutibles e incluso preocupantes desde las exigencias de un derecho penal propio de sociedades civilizadas y democráticas.

Que la reincidencia en el delito -no las sucesivas detenciones policiales, como pretende hacer creer a veces la propaganda del Gobierno- sea una agravante específica para aumentar la pena, y no sólo genérica como ahora, es aceptable, aunque discutible. Pero que la sustracción de un teléfono móvil -un bien de consumo que se cuenta por millones en nuestras sociedades- se castigue con la cárcel es una muestra del rigorismo penal que caracteriza la reforma. Y que cuatro faltas se conviertan en delito es dar marcha atrás en el túnel del tiempo y volver al antiquísimo derecho penal de autor, en el que la personalidad del infractor define, en último término, la gravedad del hecho y su sanción. En el siglo XVI, a quien cometía tres hurtos se le conducía a la hoguera.

A falta de políticas preventivas y de medios en la lucha contra el delito -prueba de ello es la disminicón de la plantilla policial en 7.000 efectivos en estos años y la carencia de infraestructura para poner en marcha los juicios rápidos, como denuncian los jueces de Madrid- el Gobierno ha optado por poner el derecho penal y el sistema judicial, retorciendo el primero y poniendo en entredicho la independencia del segundo, al servicio de su política sobre seguridad. ¿Qué nuevas iniciativas legales se reserva el Gobierno si tras su reforma penal de máximos y con las cárceles a rebosar carteristas, rateros y tironeros siguen haciendo su agosto en centros urbanos y zonas turísticas? ¿Que hará entonces el ministro de Justicia?

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