Cuchillo de palo
Parece una manía esto de arremeter contra el sistema de comunicaciones, sea público o privado, pero, en estas fechas, representa un papel relevante en nuestras vidas, más o menos agitadas. Todas las noticias, todos los mensajes adquieren cierta solemnidad y los fallos nos sorprenden con los nervios a flor de piel. Duele protestar y criticar a Correos, aunque parece que se lo están buscando, y ha dejado de ser la institución modélica de otros tiempos. La necesidad de comunicarse a distancia supongo que nació con las guerras, o sea, acompaña al origen de la especie. Los combatientes deseaban recibir y dar noticias a los seres queridos, los incitadores anunciar victorias en el campo de Marte, para que fueran preparando los festejos y participando del botín, y las derrotas, a fin de que las parientas recogieran lo que pudiesen porque lo bueno se había terminado.
Otrora fue tan problemático como hoy pretender que un mensaje llegara a destinación. Seamos justos, la regla es que la carta o el paquete acaben en las manos determinadas, aunque sea azarosa la puntualidad. En tiempos heroicos los caminos estaban infestados de forajidos, que no eran otros que los valerosos soldados sin trabajo que conservaban las armas para mitigar el paro. En la Baja Edad Media la costumbre confiaba cualquier tipo de recados o misivas a los viajeros, especialmente a los estudiantes, que disfrutaban de gran movilidad, aunque, para proteger sus vidas, solían viajar en caravana hacia las pocas y distantes universidades. Ya esto condicionaba la periodicidad por ser una incógnita la fecha de partida y el tiempo del trayecto. Los reyes, los ricos, los poderosos comerciantes se sirvieron de diestros jinetes con buenos corceles capaces de sortear las emboscadas. En lugares estratégicos se conservaban y cuidaban monturas de refresco, casas de postas, de donde proviene el moderno servicio de Correos.
Dejando a salvo al cartero -y a las carteras, pues son muchas las mujeres que desempeñan este duro oficio-, lo tocante a organización parece haber avanzado poco. En la mayor parte de los servicios de nuestra área, como el Reino Unido, resulta gasto inútil y ocioso el franqueo de urgencia: todo alcanza, teóricamente, su destino en el más breve periodo. En algunos, ese carácter se toma en serio y goza de atención preferente; entre nosotros -lo he comprobado hace unos días-, la premura, salvo en las tarifas, tiene escaso significado. Unas veces se realiza en 24 horas y otras, ni se sabe. Me anunciaron, en medio de los festejos navideños, el envío de un documento personal, remitido desde Madrid hasta un lugar de la costa. Pasé por la estafeta pueblerina con la grata sorpresa de encontrar lo que necesitaba y apenas me atrevía a esperar. Estuve a punto de escribir a la dirección de Correos, al diario local y a las emisoras más próximas, difundiendo la grata nueva, pero el papel, por defecto mío, no era el adecuado y pretendí remediar el error telefónicamente. La rectificación, con el mismo franqueo urgente, tardó tres días, sin fiestas ni fines de semana de por medio.
Jeremíadas intemporales y genéricas, pero trae causa de estas líneas una decisión tomada por los responsables postales de Madrid, cuyas motivaciones ignoro y, que yo sepa, han tenido muy poca publicidad. La estafeta que llevaba funcionando desde hace muchos años junto al mercado de Barceló, ha sido cerrada con fecha 2 de enero, que, como saben mis lectores y los que no lo son, era jueves. Una pequeña dependencia, casi siempre llena de público, en un barrio muy poblado y con muchas oficinas y comercios, atendida por ocho o diez funcionarios visibles. Un letrero indica que los presuntos usuarios pueden dirigirse a la central, en Cibeles, o a la oficina de la calle Alburquerque, junto a la glorieta de Bilbao. Esta sucursal, con cinco empleados tras los mostradores, no da abasto, la cola se desparramaba por la acera aquella mañana, una de las más frías de este gélido invierno. Cuando llegó mi turno pregunté a la amable y animosa oficinista por la causa de la mentada decisión de clausura. "No lo sé. Aquí estamos desbordados y sólo nos han enviado un interino para ayudarnos. Hay poco personal". Descubrimiento sorprendente a estas alturas, que no cobija nada bueno. Si, como ocurre con otros servicios públicos, la privatización lo empeora, sólo cabe exclamar: "¡Apaga y vámonos!".
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