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Columna
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Pobres

"La mujer vivía sola y era inquilina" escribía el otro día la periodista Leonor García, corresponsal de este diario en Málaga. Se refería a Ana Moreira Rivas, la mujer que el martes pasado prefirió morir reventada por una explosión de gas a ser desahuciada por un agente judicial. Ser pobre, decía César Vallejo, cuesta mucho dinero; y ser inquilino puede llegar a ser para ciertas personas todo un oficio, una tarea que requiere dedicación exclusiva. Ana Moreira Rivas debía de ser inquilina como otros son arquitectos o auxiliares administrativos; consagrada a su profesión, cavilando las 24 horas del día cien maneras diferentes de pagar el alquiler, o cien excusas para no hacerlo. Tenía ya dos órdenes de desalojo cuando abandonó el barrio para siempre, una decisión que causó varios heridos, desahució a 40 familias, y se llevó por delante la vida de un señor que pasaba por allí, Atilio García Ron, la víctima más absurda de una tragedia provocada por unas leyes medievales que conservan extrañamente su léxico cruel e inhumano. Se desahucia a los inquilinos que no pueden pagar el alquiler como se desahucia a los enfermos terminales que no tienen otra opción salvo esperar la muerte. Y de las hipotecas impagadas mejor no hablar. El banco las ejecuta, nada menos. Tan sensibles como son a las evidencias del lenguaje, es raro que los poderes económicos no se hayan ocupado de suavizar estos términos tan expresivos.

La muerte de Ana Moreira Rivas no ha merecido editoriales ni artículos de fondo en la prensa nacional. Nos tranquiliza pensar que todo ha sido la desmesurada reacción de una mujer ofuscada. Ana Moreira Rivas -dicen las crónicas insinuando su desequilibrio- era una persona solitaria, que vivía con sus gatos. Tenemos nuestros propios recursos para asistir sin espanto a la atrocidad. No sé si la bestialidad cometida por esta mujer puede ventilarse achacándola a un episodio de enajenación. Hay una ley que hace prevalecer el derecho de los propietarios a percibir la renta sobre el derecho de las personas a disfrutar de una vivienda; una ley que permite entrar en una casa y sacar a la mujer que vive dentro aunque en el exterior haga un frío que pela. Una ley así, desde luego, puede volver loco a cualquiera. Galdós, que sabía mucho de la relación entre locura y pobreza, creó a Ido del Sagrario, personaje de Fortunata y Jacinta, un hombre tan pobre que sufría trastornos psicológicos y alucinaciones cada vez que se comía un filete de carne; no estaba acostumbrado.

Ana Moreira Rivas no ha sido asesinada por la banda terrorista ETA, pero su muerte es tan política como la de una víctima del terrorismo. Hay un silencio unánime, una renuncia a criticar ciertas normas legales, lo cual contribuye a darles aspecto de leyes naturales e intocables. Aceptamos el desahucio de inquilinos con la misma naturalidad con que aceptamos los huracanes o las riadas que devastan los suburbios. Una vez que los intereses económicos se han convertido en leyes, éstas se hacen pasar por fuerzas telúricas a las que resulta vano oponerse. Quienes las incumplen son tontos, perturbados o van contra natura, los pobres.

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