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Siente un 'gay' a su mesa

Vicente Molina Foix

Muchos de ustedes, amables y heterosexuales lectores de este periódico, se habrán comido el turrón con un homosexual, algunos incluso a sabiendas. Es lo que tienen las fiestas navideñas: el corazón del más duro ser se esponja, y los ojos pasan una mirada lacia, perdonavidas, por los rincones oscuros de la realidad. En otra Navidad, la del año 1960, situó Luis García Berlanga (muy ayudado por Rafael Azcona en el guión) su ferocísima película Plácido, en la que, recordémoslo, los ricos de una pequeña ciudad española de provincias emprendían una humanitaria campaña de Nochebuena bajo el lema Siente un pobre a su mesa. En la fábula berlanguiana, los organizadores completaban su iniciativa invitando a un selecto plantel de artistas secundarios, que no sólo pondrían cara a los actos, sino amenizarían con su arte incomparable la velada; por medio de una subasta pública, cada familia pudiente tenía la posibilidad de llevarse a casa, para el banquete benéfico, a un artista y a un mendigo.

La coincidencia de que el candidato de Los Verdes a la alcaldía de Madrid, José María Mendiluce, dé a conocer su homosexualidad entre las noches de San Silvestre y Reyes, cuando aún las bombillas de colores lucen en nuestras calles, puede servir de reflexión a algo que él mismo menciona en sus declaraciones a la revista Zero: los grandes partidos políticos, incluido el PP, llevan un tiempo coqueteando melindrosamente con los homosexuales, en lo que constituye una sospechosa "rifa electoral" del maricón y la lesbiana. Rifa o seducción interesada que el propio Mendiluce desbarata con tan valeroso gesto personal, añadido en su caso a unas ideas públicas de índole política y ciudadana enormemente atractivas a mi juicio. Pero ¿qué pasará tras el fin de las fiestas, o lo que es lo mismo, una vez cerradas las urnas de las próximas elecciones? ¿Tendrán los mendigantes y demás (marginales) artistas invitados una mejora estable en la aburrida normalidad democrática, o el halago termina con las últimas copas de la celebración?

Sin embargo, la homosexualidad está de moda, o eso dice la heterosexualidad reinante. La propia revista Zero lleva en sus páginas una sorprendente cantidad de publicidad "no tendenciosa", incluido el anuncio de una gran compañía aérea que se muestra orgullosa de extender sus ofertas de vuelo barato a las parejas del mismo sexo. Y pongan la tele, donde no hay programa de variedades sin su mariquita orgánico, tertulia de sobremesa sin venenosa loca áulica, serie dramática que se precie sin personaje gay a modo de mascota. ¿Tanto ha cambiado el país de los machos, o seguimos en el terreno de la pura fábula?

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Mi opinión es que no hay cambio profundo de actitud, sino limosna, que para ser actuales llamaremos cuota. A los homosexuales se les está aplicando en España el porcentaje de tolerancia dictado por una buena conciencia aceleradamente puesta al día, del mismo modo que el Gobierno fija anualmente el número de inmigrantes paupérrimos que pueden acceder a nuestro suelo europeo con un trabajo. La homosexualidad sigue siendo un "problema" ajeno, extraño a lo natural y a lo propio, y muchos en España (no sólo los comentaristas tipo 'jaime de campmany', que continúan expresándolo al viejo modo fascista de su linaje) observan la creciente visibilidad cotidiana de gays y lesbianas con la mezcla de recelo y condescendencia con la que se ve en los informativos la llegada de negros en patera. Aquéllos y éstos forman un invasor ejército de otromundistas que sin duda tienen derecho a vivir y a ser como son, siempre, claro, que no vivan en nuestros edificios, que no se lleven a la cama a nuestros hijos e hijas, que no nos ofendan con sus carnavales en cueros y sus veladas creencias, que no exhiban en público sus amaneramientos (puede haber niños mirando) o atuendos chillones; que no pretendan, en suma, ser como nosotros, exactamente iguales a nosotros. Nuestra modernizada conciencia es propicia a sacarles de la nada anterior, incluso a darles papeles ("que sean así o asá, no faltaría menos"), pero su naturaleza, su origen ("eso ya no es culpa nuestra"), les marca, condenándolos de manera indeleble a la diferencia, a una posición civil algo inferior y (bonachonamente) tutelada.

Uno de los síntomas de ese tratamiento de aparente progresismo y hondo sexismo se ve en la recepción del arte, que se diría, sin embargo, el campo de la máxima libertad. Como en la televisión o en la publicidad, hoy las novelas, películas y piezas de teatro con gay dentro abundan, pero siempre dentro de la cuota, es decir, mientras la intención del autor o la autora no viole el otromundismo de los personajes. Si cualquiera de estas obras presenta comportamientos o pasiones homosexuales sin el sello -patético, cómico, exótico- de su peculiaridad, si los presenta, quiero decir, al mismo nivel de ternura, crudeza o desmelenamiento erótico de los amores heterosexuales, sin más felicidad o condena que la que la vida nos impone a todos por igual, entonces, ¡ah!, entonces el artista está haciendo una "defensa de la homosexualidad", o peor aún, entregándose a las "pautas del mercado" (ese mercado lector que, como todos sabemos, está únicamente deseando consumir novelas sobre homosexuales fascinantes). Yo, en mi ingenuidad, en mi ignorancia, pensaba lo contrario. Que lo homosexual es aún un ismo difícil e incomprensible para la mayoría social, y que las obras artísticas que lo reflejan sin tapadera, sin parodia, sin eufemismo, pertenecen a otro mundo, el de los outsiders, y no rebasan nunca la cuota o porcentaje de su propio público minoritario (aunque estar muerto facilita la universal e indiscriminada eternidad, como demuestra el caso de Cavafis, Cernuda o Genet). ¿Llegará el día en que una película de grandes aventuras gay-lácticas o una novela con homosexuales no folclóricos ni históricos ni lastimeros arrase en las taquillas mundiales o gane ese premio literario que en Navidad se vende tanto? Si tan dudoso día llegara me gustaría estar vivo, sólo por ver a ciertos progresistas rasgarse sus viejas chaquetas con la misma furia que los del Opus.

Plácido, que al fin y al cabo es un negro cuento de Navidad, termina con un villancico, cuya tremenda letra dice que "en este mundo no hay caridad, nunca la ha habido ni nunca la habrá". Berlanga ha contado que la Iglesia católica se enfadó mucho, convencida de que aquello era un apócrifo del maligno Azcona, cuando se trata, asegura el director, de una popular canción navideña española del siglo XVI. Parece que fue ayer. ¿O no fue ayer cuando, en unas célebres declaraciones, Ana Botella, ese producto político bio-degradante, degradaba a una vida de segunda clase a todos los homosexuales españoles que aspiran a formar núcleos familiares reconocidos legalmente? También a mí me gustaría acabar como fabulista, cambiando en mi moraleja la palabra caridad, que se nos ha quedado de derechas, por una más civil y revolucionaria. Pasadas ya las entrañables fiestas, hechos todos los brindis y digeridos todos los pavos, besugos y turrones de Alicante, usted, que sin saberlo o sabiéndolo sentó en Nochebuena un gay a su mesa, tiene la posibilidad de desmentirnos. A Berlanga, Azcona y al libertario nihilismo internacional, a mí y a todos los que como yo creen que en este mundo nunca la hubo y sigue sin haberla: la verdadera igualdad. Social, racial y sexual. Mientras el desmentido no se traduzca en hechos y actitudes radicalmente distintas, el supuesto glamour y la tan comentada pujanza de la sociedad homosexual serán, como en la película de Berlanga, la fanfarria de un festival benéfico o una campaña electoral, a modo de sordina de los remordimientos del más noble espíritu solidario. Migajas del banquete que en fechas señaladas dan los que tienen mucho a aquellos don-nadies que se contentarían teniendo sólo lo suficiente: lo de todos.

Vicente Molina Foix es escritor.

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