La resaca
En el inicio de las navidades pasadas, la guardia pretoriana municipal se empleó con rotundidad para impedir a los jóvenes bárbaros celebrar sus ritos alcohólicos y festivos en el inmarcesible marco de la plaza Mayor de Madrid, primer escenario de la ciudad, consagrado a través de los siglos por la representación de autos de fe, corridas de toros y otras diversiones públicas, tan del agrado del pueblo como de sus católicos monarcas.
En prevención de actos de vandalismo, los comerciantes del mercadillo navideño habían cerrado sus barracas, pero la contundencia de la intervención policial hizo innecesarias tales precauciones y los mercaderes mantuvieron a salvo su bizarra quincallería, espantosas caretas de látex, aún más espantosas por flácidas y desencarnadas, espumillones y purpurinas, pitos y flautas, zambombas, panderetas y figuritas de Belén clónicas y de plástico, complementos de cotillón, gorritos de papel brillante, bolitas y puñetitas para el árbol y artículos de broma, un extenso y terrible surtido de zafios artilugios para bromas zafias, un catálogo de objetos grotescos y fascinantes, inasequibles a las nuevas modas y diseños. La fiesta de la Degollación de los Santos Inocentes, la conmemoración lúdica de aquella pesadísima broma de Herodes, pasó este año inadvertida porque, en 2002, todos nos sentíamos víctimas de una enorme inocentada global, todos con el monigote a la espalda. De ahora en adelante celebraremos la fiesta el 1 de abril, como los yanquis, y seremos tontos de abril globalizados.
Para soportar el peso de estas navidades negras, los fieles cristianos recurrieron una vez más al método tradicional, españolísimo y cristianísimo, de atiborrarse de comida y bebida ritualmente como si fueran el pan y el vino sacramentales. Para tocar la pandereta o la zambomba, soplar el matasuegras, enmascararse de Bush o de Aznar, cubrirse con un gorrito de papel y bailar la conga sin cortarse, este año más que nunca había que prescindir del sentido del ridículo, un sexto sentido muy arraigado en España, que es un país muy serio donde el buen humor es casi siempre humor negro. Y el método tradicional, españolísimo y cristianísimo con el que un español serio consigue prescindir del sentido del ridículo, sin traumas, es mediante la intoxicación etílica, curda, tajada, tranca, pedo, borrachera o cogorza, que pocos idiomas hay tan ricos para expresar un estado de ánimo que Noé experimentó por primera vez, sin que los nocivos y escandalosos efectos de su acto sirvieran de escarmiento a las generaciones venideras.
Los jóvenes vándalos del abortado botellón de la plaza Mayor se emborracharon este año en su casa, cristianamente y en familia, como se ha hecho toda la vida, porque en Navidad, o para soportar la Navidad, no solamente es excusable, es casi obligatorio, tomarse una copita de más para desinhibirse. Negarse podría ser una grave infracción del protocolo navideño. Y no vale decir que uno es abstemio, palabra que a los niños de la casa les puede sonar a enfermedad contagiosa. No vale de nada porque, de lo que se trata, precisamente, es de que esos días beban los abstemios, que al no estar acostumbrados a hacerlo son los que más se desinhiben y más graciosos se ponen.
El alcohol contribuye, a veces de forma explosiva, a la catarsis familiar, desata la efusividad y la locuacidad y convierte la cena de Nochebuena o la sobremesa del Año Nuevo en una trepidante terapia de grupo.
En los peores momentos de la resaca posnavideña, el abstemio, al que no protege todavía la compasiva amnesia que desarrollan los habituados, recuerda con horror haber dicho lo que nunca debió haber dicho, y haber hecho lo que nunca imaginó que haría. Se siente mal, mucho peor que los alegres y olvidadizos bebedores de su familia que le acogieron por un día en su escandalosa hermandad y le hicieron sentirse, contra su voluntad, como uno más de ellos.
Las tribus del botellón, acosadas y dispersas, volvieron a sus cuarteles de invierno para integrarse en el clan familiar, cambiaron sus brebajes bastardos por vinos espumosos y licores selectos y por villancicos sus sincopadas y eléctricas salmodias... Beben y beben y vuelven a beber.
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