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Se acabó el facturar por horas

La víspera de Navidad la prensa dio una escueta noticia: Clifford Chance, el mayor bufete de abogados del mundo, había suprimido la norma de que cada uno de sus abogados debía facturar un mínimo de 2.420 horas al año a sus clientes.

"Es que hay gente que no tiene ganas de trabajar", me comenta el lector.

Bueno, no estoy seguro de qué significa tener ganas de trabajar, si se supone que usted debe dedicar a sus clientes, de manera directa, 2.420 horas de trabajo al año (más de seis y media al día, domingos, fiestas y vacaciones incluidas), aparte del tiempo de estudiar, de preparar su agenda, de buscar nuevos clientes, etc.

Esa noticia seguía a la dada en octubre de que un grupo de abogados de ese bufete en Nueva York había enviado a los socios -los abogados veteranos de la empresa con participación en su capital y capacidad para tomar decisiones en la misma- un extenso informe de 13 páginas en que se recogían las quejas de los abogados jóvenes de la rama americana. En ese informe, los abogados manifestaban: "El énfasis en las horas facturables es deshumanizador y nos lleva a la abdicación de nuestras responsabilidades profesionales, en la medida en que ese requisito ignora el trabajo hecho de forma desinteresada y favorece que se hinche el número de horas realmente trabajadas, se lleve a cabo trabajo ineficiente o innecesario, la repetición de tareas y otros problemas".

"El énfasis en las horas facturables es deshumanizador y lleva a la abdicación de responsabilidades"

Las quejas seguían -13 páginas de informe dan para una buena lista de agravios-. No por casualidad una encuesta reciente de la revista American Lawyer había puesto a Clifford Chance en el puesto 132 de una lista de 132 bufetes de abogados norteamericanos, por la satisfacción en el trabajo de sus empleados. "Todo me hace pensar -decía uno de los firmantes del memorándum- que la dirección se cuida demasiado de las horas facturables, pero no se preocupa de la calidad de mi trabajo, y no digamos ya de mi desarrollo profesional".

Como decía al principio, la empresa parece haber puesto remedio a la queja más inmediata: el requisito de facturar un elevado número de horas al año, fuesen o no necesarias. Pero el caso ha llamado también la atención de los clientes: ¿seguro que, cuando dicen que han dedicado tantas horas a mi asunto, han dedicado esas horas y no menos? Porque el incentivo a comportarse ilegal e inmoralmente es muy grande, cuando de eso -y no de tu competencia, de tu preparación o de la calidad de tu esfuerzo-, depende la evaluación de tu propio trabajo, tu promoción profesional, tus aumentos de sueldo, etc. Al final, esa manera de dirigir un bufete de abogados lleva a lo que ya había denunciado aquella película, La tapadera, en la que un veterano le decía al joven Tom Cruise que, siempre que pensase en un cliente, aunque fuese en la ducha, contase el tiempo dedicado a ello para facturárselo después.

Este tipo de empresas se puede dirigir de dos maneras -bueno, de muchas maneras, pero entre dos extremos-: estableciendo una relación de confianza entre el cliente y la empresa y entre ésta y sus empleados -los abogados-, o sin esa relación de confianza. Si se opta por esta segunda forma de dirigir, la conclusión obvia es establecer un mínimo de horas que facturar y una fortísima presión sobre los empleados para que cobren más a sus clientes, haga falta o no.

Los argumentos son -parecen ser- contundentes: al cliente lo que le interesa es un buen consejo, y está dispuesto a pagar más por ello, sobre todo si recurre a un bufete de abogados de gran tamaño. Y al empleado lo que le interesa es ganar dinero, mucho dinero, y para lograrlo está dispuesto a trabajar más horas, muchas más horas. En todo caso, ésa es la condición para hacer carrera en el mundo de alguno de los grandes bufetes -y algo parecido ocurre en otras empresas de servicios, como auditoría, consultoría, banca de inversiones, etc.

Pero al final algo sale mal. A la gente no le gusta que le pongan siempre en el límite de lo que es justo y de lo que no lo es, y tener que estar siempre debatiéndose entre la dura experiencia de no llegar a facturar las horas previstas, lo que pone en peligro su puesto de trabajo, y cumplir esas horas a costa de jornadas inhumanas y siempre con el incentivo de actuar de manera inmoral, cargando a un cliente por las horas que no le ha dedicado, pero que son necesarias para cubrir el mínimo anual.

Yo no sé si Clifford Chance será capaz de cambiar su cultura empresarial. Porque dejar de exigir un mínimo de horas facturadas supone cambiar radicalmente la estrategia de la compañía, que tendrá que seguir facturando a sus clientes y motivando a sus empleados, pero por otros procedimientos.

La vía del palo es la más sencilla. Pero, a la larga, no funciona. ¿Serán capaces de introducir la vía de la zanahoria? Y, en definitiva, ¿serán capaces de convertir la empresa en una comunidad de personas en las que se tiene confianza, a las que se anima a mejorar profesionalmente, y a las que se exige que se comporten siempre con integridad y honradez?

Antonio Argandoña es profesor de Economía en IESE.

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