Gironella, en París
José María Gironella reinaba en unas mesas en La Pérgola, Saint-Germain-des-Prés, ouvert la nuit y lleno de existencialistas. Era un patriarca joven, alto, guapo y católico; las escapaditas de casa querían acostarse con él, fue fiel al sacramento y a Magda, antigua mecanógrafa de un sindicato vertical, que trabajaba de camarera; de ella y de lecciones de ajedrez vivían. A mí me llamaban cantor de tangos porque llevaba el pelo planchado a lo Gardel. Fue oficial en la guerra de un cuerpo de montaña; le nombraron para un tribunal que juzgaba rojos y vio en él las suficientes monstruosidades como para licenciarse y marcharse a Francia, ya con su Premio Planeta.
Publicó en Flammarion La marea: demasiado tarde para culpar a todos los alemanes, y no sólo a los nazis. Había cientos de libros para eso. Tuvo poco éxito. Escribió una gran novela sobre la Guerra Civil, Los cipreses creen en Dios, antifranquista: demasiado larga, y no la quiso ninguna editorial. Una muchacha, Mado, hija de un diputado socialista, los llevó a su casa, y allí escribía sucesivas versiones de la obra. Las iba leyendo un consejero cultural de la Embajada de España, Ernesto Laorden; le iba aconsejando cambios, y él lo arreglaba. No sé si Mado vive: conservaba todas las versiones. Llegó al punto en que la obra, consultada desde la Embajada a Arias Salgado, recibió la aprobación para ser publicada: la hizo Planeta, y recibí un primer ejemplar abarquillado: pero era el primero y quería que le diese mi opinión. Opinión que él consideraba, erróneamente, como una especie de aval de la izquierda. Cuando vino le recogí en el aeropuerto (como recogí a Bergamín, a algunos otros) y en el paseo por la ciudad estaba entusiasmado de la grandeza de España, del sol y las mujeres, de la riqueza visible. Me preguntó si no me parecía extraño que la censura le hubiera permitido la novela: le respondí que no sólo no me parecía raro, sino que le darían el Premio Nacional Francisco Franco, que así se llamaba el que ahora es de literatura: se lo dieron.
El público la consideró como neutral, por encima de la contienda "entre hermanos". Ocho millones de ejemplares a lo largo del tiempo: y la insistencia de Lara (Planeta) para que continuase con otras novelas: de ahí la trilogía. Le vi poco: vivía en Barcelona. La última vez, en la cena del Alcázar de Sevilla, donde Lara le iba a dar el premio a Umbral, quien, al ver a Gironella, se asustó: "El viejo se lo va a dar a ése". No: estaba dado.
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