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Columna
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Amapola

Manuel Vicent

Nochevieja de 2002. En la unidad de vigilancia intensiva, en el instante preciso de entrar en coma, le asaltó la imagen de aquella lejanísima niña rubia de 15 años con la que un día de primavera fue de excursión por el monte. De pronto el agonizante recordó bajo una falda de flores sus piernas fuertes y rosadas que las púas de las plantas agraces habían arañado. Esta imagen le vino acompañada por la música de la canción Amapola que él había tocado aquella mañana con su armónica Hooner al borde de un acantilado lleno de cascadas y el mismo fragor húmedo, que entonces le empapaba el rostro, se introdujo ahora en la oscuridad del coma y ahí siguió sonando el agua junto con la canción Amapola. El médico de guardia estaba atento al monitor que mantenía a aquel cuerpo exangüe unido a la existencia humana, tal como la entendemos. En cuanto las agujas expresaran en la pantalla un encefalograma plano apagaría el ventilador mecánico y nuestro hombre pasaría a la eternidad. Pero esta vez el estado de coma no era un túnel negro sin salida. En el cerebro del agonizante brillaba el mismo sol radiante de aquel día de junio de 1953, lleno de jaras floridas que olían profundamente. De los cinco sentidos corporales el oído es el último que pierden los muertos. En ese momento el agonizante oía con toda nitidez los comentarios del médico y la enfermera jefe. Habían decidido desconectarlo de una vez. Sintió que le levantaban un párpado. "Tiene el iris de color limón maduro, se acabó, tira del cable", oyó que decían. El muerto notó que había sido liberado del monitor, pero en su cerebro seguía existiendo aquella mañana luminosa de primavera. La niña llevaba las mejillas encendidas y el camino comenzó a hacerse alto y hermético. Fue la primera vez que tuvo una experiencia mística con la naturaleza y se supo inmortal con aquella pulsión. Los celadores de la unidad de vigilancia intensiva ignoraban lo que al muerto le sucedía por dentro. Bajaron su cuerpo a la cámara frigorífica y lo dejaron desnudo bajo una sábana en un taquillón. En el depósito de cadáveres había un silencio absoluto. Hasta allí no llegaba el bullicio de la Nochevieja, pero en el interior del muerto había un sendero lleno de flores silvestres y la niña rubia caminaba con las piernas arañadas mordiendo una viruta de romero. De pronto en el silencio del sótano comenzó a oírse el sonido de una armónica con la canción de Amapola que lentamente se fue apoderando de todo el depósito de cadáveres.

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Sobre la firma

Manuel Vicent
Escritor y periodista. Ganador, entre otros, de los premios de novela Alfaguara y Nadal. Como periodista empezó en el diario 'Madrid' y las revistas 'Hermano Lobo' y 'Triunfo'. Se incorporó a EL PAÍS como cronista parlamentario. Desde entonces ha publicado artículos, crónicas de viajes, reportajes y daguerrotipos de diferentes personalidades.

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