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Columna
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Regalo de Reyes

No debería tardar mucho la Academia sueca en darle el Premio Nobel de Literatura a Joanne Kathleen Rowling, la autora de Harry Potter. Lo digo en serio. No sólo porque esa noble institución muestre a menudo, por activa y sobre todo por pasiva, un gusto bastante "original"; sino porque creo sinceramente que se lo ha ganado. Si el Premio Nobel representa el reconocimiento definitivo de una obra literaria, de su contribución al enriquecimiento de la tradición universal, lo que esta mujer le ha regalado a la literatura merece de sobra esa consagración.

Me estoy refiriendo a los 150 millones de libros vendidos en todo el mundo, que en este caso significa libros leídos. De esto último tenemos muchas pruebas. Destacaré, por exótica, esta anécdota que viene de China. Tras la publicación allí de una serie de novelas falsas, fraudulentamente atribuidas a la Rowling, decenas de miles de jóvenes escribieron a la editorial desenmascarando la impostura y exigiendo cuentas. Pero no hay que irse tan lejos. Todos hemos visto o de algún modo conocido cómo los más jóvenes de nuestro alrededor se han "enganchado" a la saga del aprendiz de mago, con qué avidez han leído sus aventuras, con qué impaciencia han deseado nuevas entregas. Nadie discute que por primera vez en mucho tiempo -tanto- los niños han preferido la palabra a la imagen; se han despegado espontáneamente de la televisión o el videojuego para ponerse gozosamente a leer. Ése es el mérito y la aportación de J. K. Rowling, en un momento además en que los índices de lectura estaban por los suelos. Recordaré sólo los últimos datos referidos a nuestro país: mientras el 80% de los alumnos de básica lee habitualmente, sólo lo hace el 8% de los adolescentes al término de la enseñanza secundaria.

¿Pero qué tiene Harry Potter para haber triunfado en tan poco tiempo donde han fracasado infinidad de campañas institucionales millonarias, de estrategias editoriales; de pactos y componendas familiares? Yo resumiría esos ingredientes milagrosos en tres palabras: trato, retrato y creatividad. Las novelas de J. K. Rowling tratan a sus lectores como lo que son, seres pensantes y contemporáneos. Evita así esas noñerías y edulcoraciones que abundan en la literatura supuestamente adaptada a esas edades, y que repelen a unos jóvenes que están de vuelta, que ya han visto de todo -de todo- a través de una pantalla. Harry Potter y sus compañeros se enfrentan con todo el colorido de una vida real, del blanco al negro; y allí actúan a partir de un código de conducta previamente elegido entre varios posibles. Ése es el retrato que estos libros proponen a los jóvenes: conocimento real, construcción ética, libertad de elección y responsabilidad por lo elegido. Es decir, una imagen madura y con relieve que contrasta con los modelos infantilizadores o planos o irreales o adocenados o caprichosos de muchos productos juveniles.

El tercer ingrediente mágico es la creatividad. La saga de Rowling desatasca la imaginación, vuelve a colocarla en el centro de la cabeza, en la cámara real, o tal vez sea más justo decir en la sala de máquinas. Con Harry Potter los lectores no se distraen ni se evaden, sueñan. Han vuelto, como corresponde al tiempo de su vida, a soñar. Y al sueño es a lo que se han enganchado. A la relación íntima, crédula, valiente, activa con el otro lado de todas las cosas. Ése que los adultos nos resignamos a llamar imposible.

Y sin embargo los adultos sabemos que los objetivos que cumplimos en la vida son los que hemos deseado primero, soñado primero, muchas veces, mucho tiempo. Y que esa posibilidad permanece intacta en algunos libros: soñar conscientemente. J. K. Rowling nos lo ha vuelto a recordar. Soñar primero para poder hacer después, comprender, confiar, esperar, construir, alterar, traspasar, disfrutar después. Ése es el regalo de la lectura -concentrada, individual, es decir, propia- que deberíamos hacerles por todos los medios, como Reyes Magos, a nuestros niños. Aprovechando además el tirón.

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