¿Felices por un día?

Es curioso observarlos, sin saber nada del mundo, viviendo entre algodones. Miran embobados las luces de colores parpadeantes, con los ojos como platos observan todo lo que se mueve, riéndose a la menor tontería que les hagas. No saben lo que es el hambre ni la sed, tampoco qué es el sueño ni la enfermedad, y mucho menos la guerra: lo tienen todo a su alcance, para eso están sus padres.

Piensas: "¿Qué mundo les tocará vivir?, ¿qué sociedad les dejaremos? Esperas que nazcan sanos y fuertes y que no sufran mucho porque ya tendrán tiempo de hacerlo más adelante.

Luego, como un punzón que te atraviesa el estómago, te das cuenta, mejor dicho, recuerdas, que hay más niños, otros niños que no han tenido la suerte que tuvieron los míos (con matices), ellos, por ejemplo, de tenerlo todo a su alcance para salir adelante. Sí, hay niños que no saben qué es la comida ni el agua, que apenas pueden dormir, que no saben lo que es correr jugueteando y no saben y no sabrán nunca lo que es vivir en paz.

Niños como los de las favelas de Brasil, como los que mueren de hambre en Argentina, como los niños soldado de Sri-Lanka, como los que trabajan en las fábricas de ladrillos del Perú, como los que padecen la úlcera de Buruli en Ghana, como los que nacen con sida en todo África, como los que mueren en atentados en Palestina, como las niñas que son mutiladas en Sudán, etcétera. Hay demasiados ejemplos.