El reino secreto de los manatíes
Por el río Dulce de Guatemala
Sábado por la tarde en Livingston, la Guatemala negra. La cerveza está en la nevera. La banda garifuna actuará en un chiringuito a pie de playa que, llegada la noche, se transformará en discoteca. Los lancheros han dado los últimos viajes desde Puerto Barrios, y las paisanas, descendientes de los africanos que huyeron de la esclavitud, se han instalado en los porches de madera de sus casas para vender pan de coco y naranjas verdes peladas. En este pequeño pueblo al que sólo se llega por barco, sus 3.000 habitantes no se alteran por nada, no muestran impaciencia, pero cualquiera podría decir que pasa algo.
Esperan la puesta de sol para que comience la juerga, pero también la temen porque suele ir acompañada, especialmente de junio a noviembre, de copiosas tormentas tropicales. No es por el frío -en Guatemala hay una temperatura media de 28 grados-, sino porque su delicado sistema eléctrico puede apagarse y fastidiarlo todo. Esa persistente lluvia que desafía las esperanzas de los noctámbulos deja a veces a todo el pueblo a oscuras. El generador de la gasolinera del puerto (en Livingston los coches se cuentan con los dedos de la mano ya que no hay acceso por tierra) hace las veces de faro. El otro punto lumínico del lugar es la Casa Rosada, un hotelito-restaurante que deja a la altura de una babucha lugares tan idílicos como el negocio de Ava Gardner en La noche de la iguana.
La sesión de baile se ha estropeado, pero en la avenida de la Reforma, la calle principal y sin asfaltar que sube la colina sobre la que se asienta el pueblo, los restaurantes han encendido velas y los visitantes se preparan para una charla tranquila. La juerga no se prolongará más tarde de la una de la madrugada; después de esa hora, la ley prohibe servir alcohol en Guatemala.
Una luz poética
Pero la antigua Labuga (boca en la lengua arawak) siempre guarda alguna sorpresa y, de vuelta a casa, el forastero que ha desafiado lluvia y apagones puede encontrarse, de pronto, dentro de una escena de El sueño de una noche de verano. Seguro que las hadas de Shakespeare no eran sino luciérnagas guiñando en medio de un prado, exactamente como las miles que viven en Livingston. Y es que la luz blanca fosforescente de estos coleópteros se convierte en poéticas linternas para el camino.
El mejor amigo que el viajero puede tener en Livingston es un lanchero, ya que aunque el pueblo está en tierra firme, no hay carreteras para llegar a él. Los lancheros están organizados en cooperativas, así que no hay sorpresas en los precios y los horarios se cumplen; aunque también están abiertos a realizar cualquier trayecto fuera de hora. Con un barco se pueden remontar los 42 kilómetros del río Dulce, que, pasado el castillo de San Felipe, se ensancha y se transforma en el lago de Izabal. El castillo lo construyeron los españoles en el siglo XVII en un lugar estratégico para evitar que los piratas ingleses entraran al lago.
En este caso, el camino es el destino en sí mismo. Hay quien se atreve a realizar el recorrido en cayuco (una pequeña canoa de madera), pero para la aventura hay que tener buenos brazos e ir con un guía que conozca las corrientes. El resto de los mortales puede subir a una lancha que suele llevar entre 6 y 10 pasajeros en un paseo de unas seis horas.
Campos de nenúfares, la isla de los pájaros superpoblada por pequeñas garzas blancas o un manantial de agua caliente y sulfurosa que según los lugareños lo cura casi todo, son algunas de las sorpresas que esperan al navegante en el río Dulce. En sus frondosas orillas conviven caobas, ceibas (el árbol nacional del país) y manglares. En el río, que desemboca en el mar Caribe, viven los manatíes, mamíferos sirenios con aletas que terminan en manos y que protagonizan cientos de leyendas. La especie, que se puede contemplar en la reserva del Biotopo Chocón Machacas, está en peligro de extinción.
De vuelta a Livingston, base estratégica desde la que se controla la desembocadura del río Dulce y la bahía de Amatique, el viajero puede cambiar totalmente de registro. Dejar atrás el mundo garifuno (lengua y cultura que mezcla lo africano y lo maya) y zambullirse en el sincretismo de una gran ciudad. A Puerto Barrios (40.000 habitantes) se llega en ferry (90 minutos) o en lancha (una hora). Es una ciudad-mercado fundada a finales del siglo XIX alrededor de la exportación de fruta, sobre todo banano y piña, para Estados Unidos. Además de un colorista e inmenso mercado de abastos, Puerto Barrios es el mejor punto de partida para conocer las impresionantes estelas mayas de Quiriguá, que hasta hace poco han permanecido a la sombra del gran atractivo del país: Tikal. El yacimiento arqueológico de Quiriguá, a 93 kilómetros de la ciudad, ha sido declarado patrimonio de la humanidad por la Unesco. Las ruinas pertenecen al periodo clásico de la cultura maya (435-534 de nuestra era) y constituían una especie de centro aduanero. La estrella del conjunto es la estela E, una mole de piedra de diez metros y medio de altura (2,50 metros están enterrados) que pesa 65 toneladas. En sus caras hay esculpidos monstruos solares, seres del inframundo, altos dignatarios ataviados con sus mejores galas y un complejo sistema numérico representado por barras y puntos o por cabezas.
A la belleza de los 15 monumentos conmemorativos de Quiriguá, entre estelas y altares zoomórficos, se añade la del enclave, una especie de jardín inglés sembrado de cobertizos con techo de paja que protegen las maravillas del arte maya.
Aventuras sobre ruedas
El camino hasta el yacimiento puede ser un mero trámite, a través de una agencia de viajes o en taxi, o bien una jugosa aventura si se opta por los transportes públicos. En Guatemala los autobuses son, de verdad, como en las películas: cuatro personas sentadas en asientos en los que caben dos y un pasillo repleto por el que hay que transitar de lado. La escena se completa con señoras con delantal vendiendo tacos de pollo y agua pura (mineral) mientras el conductor realiza un adelantamiento temerario. Todo sale bien porque un altar de ositos de peluche alrededor de su asiento protege la maniobra. Para llegar a Quiriguá hay que hacer varios cambios en cruces de caminos, rodeado por plantaciones de banano, e ir bajando de categoría en los vehículos. Del autobús se pasa al minibús y, para el último tramo, hay que subir a un picó. A bordo del remolque de la camioneta, el país se respira de otra forma.
GUÍA PRÁCTICA
Cómo ir
- Iberia (902 40 05 00) ofrece un vuelo directo a Ciudad de Guatemala desde Madrid por un total de 827 euros con tasas. La estancia mínima es de siete noches.
- Desde Ciudad de Guatemala hasta Puerto Barrios funciona la empresa de autobuses Línea Dorada.
- Transporte Marítimo El Chato (00 502 505 75 44). 1ª Avenida, calles 10 y 11. Puerto Barrios. Ofrece servicio de lanchas en toda la bahía de Amatique.
Dormir y Comer
LIVINGSTON
- Hotel Tucán Dugú (00 502 947 00 72). Avenida de la Reforma, 13. Desde sus balcones se contempla la mejor vista de la desembocadura del río Dulce. La habitación doble cuesta alrededor de 86 euros.
- Hotel Casa Rosada (00 502 947 03 03). Un sitio idílico desde el que también se organizan excursiones por el río Dulce. Una cabaña doble con baño compartido cuesta unos 24 euros. Su restaurante sirve el mejor tapado (sopa de pescado y marisco) de la ciudad. Además está abierto para el desayuno.
PUERTO BARRIOS
- Hotel Amatique Bay (00 502 948 18 00). Finca Pichilingo. Es una villa-hotel a unos diez kilómetros de la ciudad y con todo tipo de servicios. La doble, unos 132 euros.
- Antojitos Doña María (00 502 948 27 01). Cocina casera y popular por unos 12 euros.
- Restaurante Los Delfines (00 502 948 23 01). Además de una decoración kitsch y buen pescado que se saborea en una plataforma sobre la bahía, su propietario, Julio Salvador, ameniza la velada cantando en directo. Unos 18 euros.
Información
- Existe un teléfono gratuito de atención al turista las 24 horas (1-801-464 82 81).
- Instituto Guatemalteco de Turismo (00 502 113 33 47).
- Oficina de Turismo en España (914 57 34 24).
- www.guatemala.travel.com.
- www.travel-guatemala.org.gt.
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