Dígalo sin muertos
Medios de comunicación y violencia están de nuevo en el ojo del huracán. Ha sido el activo ministro francés de la Cultura, Jean-Jacques Aillagon, quien, también en esta ocasión, con el establecimiento de una comisión, presidida por la filósofa Blandine Kriegel, y la publicación de un informe sobre violencia y televisión ha lanzado el debate. Su propósito, frente al aumento de la violencia social y cotidiana en los grupos de edad de los 7 a los 15 años, era analizar y evaluar los efectos producidos por la violencia mediática en los espectadores más jovenes, con el fin de proponer un conjunto de medidas destinadas a proteger a las audiencias más vulnerables, en particular a los niños.
Los resultados de la comisión y de su informe, recogidos en una proposición de ley, presentada por tres diputados del partido del Gobierno, fueron discutidos el pasado mes de diciembre en la Asamblea Nacional francesa, sin que a pesar de la condición mayoritaria de los proponentes se lograse su adopción por la gran confusión que generó el debate. Una vez más se oyeron los falsos argumentos sobre la neutralidad de la imagen violenta, los efectos catárticos que tienen el furor y la virulencia mediáticas, los ataques a la libertad de expresión y la voluntad de censurar de quienes pretenden limitar el acceso de los niños a determinados espectáculos violentos, etcétera. Todo ello, obstinándose en ignorar el patrimonio de conocimientos válidos de que ya disponemos relativos a los contenidos mediáticos violentos, a las determinaciones económicas e institucionales que los afectan y a la naturaleza y alcance de los efectos que generan. Por ejemplo, todos los estudios de que se dispone sobre preferencias del público invalidan la afirmación de su predilección por los programas violentos, y cada vez que en la misma franja horaria cabe elegir entre violencia y no violencia, se impone esta última (Georges Gerbner, Violencia y terror en los medios, Unesco, 1989; Divina-Frau Meiges y Sophie Jehel, Les écrans de la violence, Economica, 1997). De igual manera, todas las clases de edad, pero sobre todo los niños, se sienten mucho más atraídos por los espectáculos cómicos y de risa que por los violentos y de terror (Gunter Barnie and Mac Alleer Jill, Children and television, Routledge, 1990).
Hoy existe una coincidencia unánime en considerar que el factor decisivo de las preferencias de la audiencia es el horario. La popularidad del producto violento, como han probado Chaney, Roberts, Signorelli y tantos otros; depende esencialmente del momento de su difusión. Pero entonces, ¿a qué se debe la presentación de espectáculos violentos en espacios horarios privilegiados que incluyen el prime time? Esa programación es consecuencia de una estrategia de marketing que no sólo responde al menor costo del producto y a la mayor capacidad de fidelizar la audiencia, por la mayor abundancia de productos análogos cuando no idénticos, sino tambien, de forma cada vez más concluyente, a las enormes posibilidades que ofrece su seguimiento en productos derivados y en los nuevos medios. La razón indiscutible es exclusivamente comercial, económica.
La violencia mediática no es obviamente responsable del conjunto de actos violentos que se perpetran cada día ni el único factor desencadenante de la agresividad actual. Pero más allá de la circularidad propia de los procesos de violencia -los telespectadores de estructura psicológica violenta son los que más se identifican con los contenidos violentos y aquellos en los que éstos tienen mayor impacto-, en todos los estudios clínicos y de campo aparece una fuerte correlación positiva entre contenido violento de un progama visionado y comportamiento agresivo posterior del espectador concernido. Los experimentos de Bandura y Kotcheff son muy convincentes a este respecto, sobre todo en lo que califican de pedagogía de la violencia, es decir, el aprendizaje del acto criminal o violento, pues como escriben "a matar tambien se aprende".
La escalada de la violencia tiene en los medios un acelerador dramático. Sólo dos ejemplos: la banalización/naturalización del asesinato que convierten el hecho de matar en una actividad humana como cualquier otra y hacen de la profesión de asesino una profesión más -las películas Asesinos natos, de Oliver Stone; Sucedió junto a su casa, de Belvaux y Poelvoorde; El Samurái, de Alain Delon, o todas las que retratan a serial killers-; y el canibalismo como disfrute humano, introducido por El silencio de los corderos, etcétera. Ejemplos que se han traducido en los numerosos clubes de fans que existen en EE UU para celebrar a los asesinos en serie o en las reuniones convivenciales de prácticas caníbales. ¿Puede la libertad de expresión legitimar la difusión mediática de esta envilecedora destrucción de lo humano?
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