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Columna
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Ni más ni menos

Cuando Ulises hacía turismo de riesgo por el Mediterráneo, el mayor peligro era escuchar las sirenas que le atraían hacia las rocas. Ahora si escuchas sirenas, son las de los guardacostas que no quieren que te acerques sino que te alejes mar adentro. Más tarde llegó el senderismo marítimo para descubrir nuevas tierras, los veleros cargados de oro, los piratas y las aventuras. Cuando un barco se hundía, encerraba un tesoro que esperaba ser descubierto en épocas posteriores. No era un desastre ecológico, solo una pérdida para el negocio del robo transoceánico. Los tiempos del Titanic están más cercanos y su tragedia fue humana, pero soltó por sus grietas un reguero de romanticismo al imaginar las historias de vida y el comportamiento elegante ante lo inevitable. Ya no queda nada de todo eso, porque nos limitamos a sufrir accidentes de tráfico que ensucian las carreteras del mar. Es cierto, los accidentes marítimos se parecen cada vez más a los de carretera, pero a lo bestia. Y la experiencia nos dice que terminaremos aceptando el hecho igual que estamos habituados a los cuatro o cinco mil muertos anuales en la carretera.

Es más, parece que hay una especie de imitación maligna en todo esto. Hace unas semanas se hundió en el canal de la Mancha un carguero abarrotado de coches por estrenar y, poco después, colisionó contra sus restos un petrolero turco cargado de gasóleo, sin duda atraído misteriosamente por el bello cuerpo de tanta carrocería de lujo con sus depósitos vacíos de combustible. Automóviles y combustible desbordan las carreteras y comienzan a inundar el mar. Es el trágico romance entre el Tricolor y Vicky, el nombre de los protagonistas, convertidos casi por necesidad en una pareja de hecho.

¿Y cómo respondemos a tanta promiscuidad marítima? Pues parece que la cosa se orienta hacia los juegos del lenguaje, una manera de reaccionar que está marcando la política del nuevo año y que se aproxima al rezo o la letanía como fórmula para espantar los demonios familiares. El fatalismo gallego se rebela y grita desesperado "¡nunca más!", que queda bien porque es corto, fácil y sugestivo, una especie de conjuro para ahuyentar al maligno. El gobierno se siente aludido, recurre a la nueva magia de las agencias de publicidad y, en forma de entrevista con Aznar, responde con un contra-conjuro lingüístico "¡Galicia, más que nunca!". Puede que funcione, ya veremos, aunque no queda muy claro si es una promesa o una amenaza.

Falta por saber si los problemas se enteran de estos juegos del lenguaje o se empecinan en seguir siendo problemas. En Valencia también tenemos muchos temas pendientes y, de la misma manera, nuestros políticos también juegan. Aquí no nos debatimos todavía entre el nunca más y el más que nunca, pero el futuro de la Generalitat se palabrea entre la "democracia autonómica" de Camps y el "federalismo cooperativo" de Pla. Esperemos que nadie salga con una democracia cooperativa o con una autonomía federal, porque la cosa quedaría todavía más linda.

Los problemas no necesitan ni más ni menos, solo lo justo para poder resolverlos. De lo contrario, entre los juegos del lenguaje y los juegos de guerra, nos vamos a quedar todos sin juguetes. O con los juguetes rotos, que todavía es peor.

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