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Columna
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Londres

EN LONDRES, durante 1962, un año antes de la irrupción en escena de los Beatles, un joven surafricano emigrado se debatía por afirmar su vocación de escritor. Inicialmente, aprovechando su licenciatura en matemáticas, le fue más fácil conseguir un empleo como programador de IBM, reduciendo sus veleidades creativas a un proyecto académico para estudiar la obra del novelista Ford Madox Ford, que pronto se convirtió en una excusa para cubrir el expediente de una beca mal dotada proveniente de su lejano país natal. Esta situación, por anodina, desoladora es descrita con implacable precisión impersonal por su protagonista, J. M. Coetzee, en el segundo tomo de sus memorias, Juventud (Mondadori), en el que, a duras penas, se entrevé la única lección que cabe aprender para el creador moderno: esa total desvinculación ya exigida en el grito conminatorio de Rimbaud de "abandonarlo todo", justo la que precede a la revelación del misterioso don por el que, inexplicablemente, una mancha negra de un cuadro de Motherwell, que no se sabe por qué se titula Homenaje a la República española, transmite la sensación de que es arte y no cualquiera de los otros cuadros de sus colegas americanos que estaban colgados junto a él en la exposición.

También en Londres, aunque cuatro años antes, en 1958, el entonces joven artista británico John Berger, de fervorosa ideología marxista, publicó su primera novela, Un pintor de hoy (Alfaguara), en la que narra las duras vicisitudes padecidas por un ya maduro pintor húngaro emigrado, Janos Lavin, al que el inesperado éxito alcanzado a los 60 años le hace desaparecer de escena y regresar a su país natal para involucrarse, en el peor momento, en la lucha política de reafirmación del cruentamente desacreditado régimen comunista. Como lo evoca el propio Berger en un epílogo redactado 30 años después, el escándalo político inicial suscitado por su novela fue de tal calibre que el editor decidió retirar los ejemplares en circulación.

Muy poco después de que Janos Lavin obtuviera su precario y tardío reconocimiento pintando cuadros figurativos al estilo de Fernand Léger, J. M. Coetzee percibió el escalofrío artístico gracias a una mancha negra del expresionista abstracto Motherwell, aunque lo que entonces artísticamente se estaba imponiendo en Londres era el pop art. Se iniciaba la época en la que el mundo cambiaba todos los días, lo que, sin embargo, no afectó al mandamiento estético del despojamiento. Con su imaginaria historia del pintor húngaro emigrado, John Berger abandonó el arte por la escritura, mientras que una simple mancha negra hizo que el poeta surafricano Coetzee se convirtiera en prosista. Al final, lo único que permaneció estable fue el decorado de fondo de esa "ciudad irreal" llamada Londres, en la que algunos jóvenes creadores adquirieron la lección artística suprema de estar de más.

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