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Crítica:
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

El arte se la juega

Los bigotes que Marcel Duchamp dibujó en el rostro de La Gioconda, firmando la reproducción como obra suya, o el mono vivo que Picabia quería atar dentro de un marco vacío para exponerlo en una colectiva, fueron seguramente las obras más dadá. El caballo de madera, la nodriza, la doble afirmación en ruso, el cubo y la madre en cierta comarca de Italia, reciben el mismo nombre: dadá. Los dadaístas pensaban que no era posible construir la sensibilidad sobre una palabra: "Dadá es una cantidad de vida en transparente transformación sin esfuerzo y giratoria". ¿Un microbio virgen?, ¿una sociedad anónima para la expropiación de ideas? El único que pudo dar testimonio del hallazgo de la palabra más simpática del mundo del arte, la más cercana al espíritu del homo ludens, fue Hans Arp: "Declaro", escribió en 1921, "que Tristan Tzara encontró la palabra dadá el 8 de febrero de 1916 a las seis de la tarde. Yo estaba presente con mis 12 hijos cuando Tzara pronunció por primera vez esta palabra, que despertó en todos nosotros un entusiasmo legítimo. Ello ocurría en el café Terrase de Zúrich, mientras me llevaba un bollo a la fosa nasal izquierda. Estoy convencido de que esta palabra no tiene ninguna importancia y que sólo los imbéciles o los profesores españoles pueden interesarse por los datos". El pars destruens de los dadaístas -la práctica constante de la negación- había asumido una frase del muy racional Descartes -"no quiero ni siquiera saber si antes de mí hubo otros hombres"-. Y como un lema, lo colocaron en la cabecera de sus publicaciones. Zúrich, refugio de personajes dudosos e impacientes -emigrados políticos, poetas, artistas, agentes secretos y banqueros-, se había convertido en una especie de mazmorra en tiempos de la Primera Guerra Mundial, pero la ciudad seguía atrayendo a lo más granado de la intelectualidad europea que luchaba contra la inmovilidad del pensamiento y el adocenamiento social. El nuevo siglo, con los mismos juguetes rotos, esta vez provocados por la infantilización de la sociedad de consumo, sigue pidiendo al arte un ideal que le ayude a zambullirse en el fragor de las cataratas de la vida. En este jouer/déjouer surge por parte del artista la idea de transgresión sistemática de los juegos, inventados al mismo tiempo que sus reglas, sus protagonistas y los lugares que corresponden a cada jugador. Gilles Deleuze cartografía ese espíritu infantil en Ce que les enfants disent (Critique et Clinique, 1993) cuando afirma que "el arte también (como el niño) alcanza ese estado celestial que ya no conserva nada de personal ni de racional. A su manera, el arte dice lo que dicen los niños, está hecho de idas y venidas y hace mapas extensivos e intensivos". Los mismos "mapas movedizos" que en los sesenta recompuso Öyvind Fahlström. Vale la pena recordar la retrospectiva de este artista brasileño, en 2001, que viajó desde Barcelona (Macba) a North Adams (MASS MOCA). Paralelamente, el museo norteamericano acogía una exposición sobre el juego en el arte, un concepto clave para entender las reivindicaciones del artista ante una sociedad desestructurada, que se mantiene unida como una marioneta, con hilos y papel celo, en manos del todopoderoso mercado. "El arte tiene en común con el juego la libertad y el desinterés", sostenía Kant. Y en ese desván, el artista reinventa la vida y nada en un manantial de posibles donde el juego desemboca en experiencia cultural. Niño y artista crean un kit de formas de existencia y disfrute que tiene su manual de instrucciones en los intersticios de la realidad. En estos días de enfáticos reyes, camellos y renos, el Museo Arqueológico Regional de Aosta, en Italia, nos deja espiar a través de los ojos del artista/niño. Los tesoros arquitectónicos de la que está considerada como la "Roma de los Alpes", una bellísima ciudad medieval enclavada en una llanura vigilada por el Mont Blanc, conviven con 200 obras de 70 artistas del siglo XX. Desde Giacomo Balla y Fortunato Depero ("el giocattolo futurista será útil para el adulto, porque le mantendrá joven, ágil, contento y alerta, instintivo e intuitivo", escribió el primero en el manifiesto Ricostruzione futurista dell'universo) hasta los videojuegos Pokémon de Miltos Manetas. El recorrido por las 13 salas comienza con la "habitación de los niños" diseñada por Balla (1914) y sigue con los diseños de marionetas que Depero hizo para su Teatro Plástico. La Boite en valise de Duchamp y sus libros sobre el ajedrez comparten espacio con el tablero diseñado por Man Ray Boardwalk (1917-1973) y los juegos de cartas de Sonia Delaunay. Klee aporta Peces que juegan (1917) y tres máscaras de 1936. Magritte, Tanguy y Miró (Personaje, 1967) recomponen el mecano del arte y la vida que tanto inspiró a los surrealistas. Las figurillas circenses de Calder, los dibujos de la infancia de Warhol, las litografías de Léger sobre el mundo del circo (1950), los nuevos realistas (Mimmo Rotella, Nikki de Saint Phalle, Tinguely), cuyo exponente más irónico en el Piano Emmenthal de Spoerri (1990), nos entretienen antes de llegar al robot construido con radios viejas de Nam June Paik, la cabina de Allan Kaprow y las esculturas de Munari, Melotti, Pascali. La sala personal dedicada a Alighiero Boetti y la producción contemporánea de los italianos Cattellan, Scotto di Luzio, Marisaldi, Luigi Ontani, junto a las obras de Cindy Sherman, Mike Kelley, Pipilotti Rist, Haim Steimbach, cierran este teatro de los sueños, como una "cuarta pared" a la manera de esas cajas de Joseph Cornell que descubren una veladura entre dos mundos totalmente opuestos: el exterior, lleno de soldados de plomo preparados para matar, y el interior, donde uno todavía puede sostener la creencia lopesca de que el "cielo en un infierno cabe".

EL ARTE DEL JUEGO. DE KLEE A BOETTI

Museo Arqueológico Regional Plaza de Roncas, 1. Aosta (Italia) Hasta el 13 de mayo

"El arte tiene en común con el juego la libertad y el deseinterés", sostenía Kant

Los bigotes que Marcel Duchamp dibujó en el rostro de La Gioconda, firmando la reproducción como obra suya, o el mono vivo que Picabia quería atar dentro de un marco vacío para exponerlo en una colectiva, fueron seguramente las obras más dadá. El caballo de madera, la nodriza, la doble afirmación en ruso, el cubo y la madre en cierta comarca de Italia, reciben el mismo nombre: dadá. Los dadaístas pensaban que no era posible construir la sensibilidad sobre una palabra: "Dadá es una cantidad de vida en transparente transformación sin esfuerzo y giratoria". ¿Un microbio virgen?, ¿una sociedad anónima para la expropiación de ideas? El único que pudo dar testimonio del hallazgo de la palabra más simpática del mundo del arte, la más cercana al espíritu del homo ludens, fue Hans Arp: "Declaro", escribió en 1921, "que Tristan Tzara encontró la palabra dadá el 8 de febrero de 1916 a las seis de la tarde. Yo estaba presente con mis 12 hijos cuando Tzara pronunció por primera vez esta palabra, que despertó en todos nosotros un entusiasmo legítimo. Ello ocurría en el café Terrase de Zúrich, mientras me llevaba un bollo a la fosa nasal izquierda. Estoy convencido de que esta palabra no tiene ninguna importancia y que sólo los imbéciles o los profesores españoles pueden interesarse por los datos". El pars destruens de los dadaístas -la práctica constante de la negación- había asumido una frase del muy racional Descartes -"no quiero ni siquiera saber si antes de mí hubo otros hombres"-. Y como un lema, lo colocaron en la cabecera de sus publicaciones. Zúrich, refugio de personajes dudosos e impacientes -emigrados políticos, poetas, artistas, agentes secretos y banqueros-, se había convertido en una especie de mazmorra en tiempos de la Primera Guerra Mundial, pero la ciudad seguía atrayendo a lo más granado de la intelectualidad europea que luchaba contra la inmovilidad del pensamiento y el adocenamiento social. El nuevo siglo, con los mismos juguetes rotos, esta vez provocados por la infantilización de la sociedad de consumo, sigue pidiendo al arte un ideal que le ayude a zambullirse en el fragor de las cataratas de la vida. En este jouer/déjouer surge por parte del artista la idea de transgresión sistemática de los juegos, inventados al mismo tiempo que sus reglas, sus protagonistas y los lugares que corresponden a cada jugador. Gilles Deleuze cartografía ese espíritu infantil en Ce que les enfants disent (Critique et Clinique, 1993) cuando afirma que "el arte también (como el niño) alcanza ese estado celestial que ya no conserva nada de personal ni de racional. A su manera, el arte dice lo que dicen los niños, está hecho de idas y venidas y hace mapas extensivos e intensivos". Los mismos "mapas movedizos" que en los sesenta recompuso Öyvind Fahlström. Vale la pena recordar la retrospectiva de este artista brasileño, en 2001, que viajó desde Barcelona (Macba) a North Adams (MASS MOCA). Paralelamente, el museo norteamericano acogía una exposición sobre el juego en el arte, un concepto clave para entender las reivindicaciones del artista ante una sociedad desestructurada, que se mantiene unida como una marioneta, con hilos y papel celo, en manos del todopoderoso mercado. "El arte tiene en común con el juego la libertad y el desinterés", sostenía Kant. Y en ese desván, el artista reinventa la vida y nada en un manantial de posibles donde el juego desemboca en experiencia cultural. Niño y artista crean un kit de formas de existencia y disfrute que tiene su manual de instrucciones en los intersticios de la realidad. En estos días de enfáticos reyes, camellos y renos, el Museo Arqueológico Regional de Aosta, en Italia, nos deja espiar a través de los ojos del artista/niño. Los tesoros arquitectónicos de la que está considerada como la "Roma de los Alpes", una bellísima ciudad medieval enclavada en una llanura vigilada por el Mont Blanc, conviven con 200 obras de 70 artistas del siglo XX. Desde Giacomo Balla y Fortunato Depero ("el giocattolo futurista será útil para el adulto, porque le mantendrá joven, ágil, contento y alerta, instintivo e intuitivo", escribió el primero en el manifiesto Ricostruzione futurista dell'universo) hasta los videojuegos Pokémon de Miltos Manetas. El recorrido por las 13 salas comienza con la "habitación de los niños" diseñada por Balla (1914) y sigue con los diseños de marionetas que Depero hizo para su Teatro Plástico. La Boite en valise de Duchamp y sus libros sobre el ajedrez comparten espacio con el tablero diseñado por Man Ray Boardwalk (1917-1973) y los juegos de cartas de Sonia Delaunay. Klee aporta Peces que juegan (1917) y tres máscaras de 1936. Magritte, Tanguy y Miró (Personaje, 1967) recomponen el mecano del arte y la vida que tanto inspiró a los surrealistas. Las figurillas circenses de Calder, los dibujos de la infancia de Warhol, las litografías de Léger sobre el mundo del circo (1950), los nuevos realistas (Mimmo Rotella, Nikki de Saint Phalle, Tinguely), cuyo exponente más irónico en el Piano Emmenthal de Spoerri (1990), nos entretienen antes de llegar al robot construido con radios viejas de Nam June Paik, la cabina de Allan Kaprow y las esculturas de Munari, Melotti, Pascali. La sala personal dedicada a Alighiero Boetti y la producción contemporánea de los italianos Cattellan, Scotto di Luzio, Marisaldi, Luigi Ontani, junto a las obras de Cindy Sherman, Mike Kelley, Pipilotti Rist, Haim Steimbach, cierran este teatro de los sueños, como una "cuarta pared" a la manera de esas cajas de Joseph Cornell que descubren una veladura entre dos mundos totalmente opuestos: el exterior, lleno de soldados de plomo preparados para matar, y el interior, donde uno todavía puede sostener la creencia lopesca de que el "cielo en un infierno cabe".

Los bigotes que Marcel Duchamp dibujó en el rostro de La Gioconda, firmando la reproducción como obra suya, o el mono vivo que Picabia quería atar dentro de un marco vacío para exponerlo en una colectiva, fueron seguramente las obras más dadá. El caballo de madera, la nodriza, la doble afirmación en ruso, el cubo y la madre en cierta comarca de Italia, reciben el mismo nombre: dadá. Los dadaístas pensaban que no era posible construir la sensibilidad sobre una palabra: "Dadá es una cantidad de vida en transparente transformación sin esfuerzo y giratoria". ¿Un microbio virgen?, ¿una sociedad anónima para la expropiación de ideas? El único que pudo dar testimonio del hallazgo de la palabra más simpática del mundo del arte, la más cercana al espíritu del homo ludens, fue Hans Arp: "Declaro", escribió en 1921, "que Tristan Tzara encontró la palabra dadá el 8 de febrero de 1916 a las seis de la tarde. Yo estaba presente con mis 12 hijos cuando Tzara pronunció por primera vez esta palabra, que despertó en todos nosotros un entusiasmo legítimo. Ello ocurría en el café Terrase de Zúrich, mientras me llevaba un bollo a la fosa nasal izquierda. Estoy convencido de que esta palabra no tiene ninguna importancia y que sólo los imbéciles o los profesores españoles pueden interesarse por los datos". El pars destruens de los dadaístas -la práctica constante de la negación- había asumido una frase del muy racional Descartes -"no quiero ni siquiera saber si antes de mí hubo otros hombres"-. Y como un lema, lo colocaron en la cabecera de sus publicaciones. Zúrich, refugio de personajes dudosos e impacientes -emigrados políticos, poetas, artistas, agentes secretos y banqueros-, se había convertido en una especie de mazmorra en tiempos de la Primera Guerra Mundial, pero la ciudad seguía atrayendo a lo más granado de la intelectualidad europea que luchaba contra la inmovilidad del pensamiento y el adocenamiento social. El nuevo siglo, con los mismos juguetes rotos, esta vez provocados por la infantilización de la sociedad de consumo, sigue pidiendo al arte un ideal que le ayude a zambullirse en el fragor de las cataratas de la vida. En este jouer/déjouer surge por parte del artista la idea de transgresión sistemática de los juegos, inventados al mismo tiempo que sus reglas, sus protagonistas y los lugares que corresponden a cada jugador. Gilles Deleuze cartografía ese espíritu infantil en Ce que les enfants disent (Critique et Clinique, 1993) cuando afirma que "el arte también (como el niño) alcanza ese estado celestial que ya no conserva nada de personal ni de racional. A su manera, el arte dice lo que dicen los niños, está hecho de idas y venidas y hace mapas extensivos e intensivos". Los mismos "mapas movedizos" que en los sesenta recompuso Öyvind Fahlström. Vale la pena recordar la retrospectiva de este artista brasileño, en 2001, que viajó desde Barcelona (Macba) a North Adams (MASS MOCA). Paralelamente, el museo norteamericano acogía una exposición sobre el juego en el arte, un concepto clave para entender las reivindicaciones del artista ante una sociedad desestructurada, que se mantiene unida como una marioneta, con hilos y papel celo, en manos del todopoderoso mercado. "El arte tiene en común con el juego la libertad y el desinterés", sostenía Kant. Y en ese desván, el artista reinventa la vida y nada en un manantial de posibles donde el juego desemboca en experiencia cultural. Niño y artista crean un kit de formas de existencia y disfrute que tiene su manual de instrucciones en los intersticios de la realidad. En estos días de enfáticos reyes, camellos y renos, el Museo Arqueológico Regional de Aosta, en Italia, nos deja espiar a través de los ojos del artista/niño. Los tesoros arquitectónicos de la que está considerada como la "Roma de los Alpes", una bellísima ciudad medieval enclavada en una llanura vigilada por el Mont Blanc, conviven con 200 obras de 70 artistas del siglo XX. Desde Giacomo Balla y Fortunato Depero ("el giocattolo futurista será útil para el adulto, porque le mantendrá joven, ágil, contento y alerta, instintivo e intuitivo", escribió el primero en el manifiesto Ricostruzione futurista dell'universo) hasta los videojuegos Pokémon de Miltos Manetas. El recorrido por las 13 salas comienza con la "habitación de los niños" diseñada por Balla (1914) y sigue con los diseños de marionetas que Depero hizo para su Teatro Plástico. La Boite en valise de Duchamp y sus libros sobre el ajedrez comparten espacio con el tablero diseñado por Man Ray Boardwalk (1917-1973) y los juegos de cartas de Sonia Delaunay. Klee aporta Peces que juegan (1917) y tres máscaras de 1936. Magritte, Tanguy y Miró (Personaje, 1967) recomponen el mecano del arte y la vida que tanto inspiró a los surrealistas. Las figurillas circenses de Calder, los dibujos de la infancia de Warhol, las litografías de Léger sobre el mundo del circo (1950), los nuevos realistas (Mimmo Rotella, Nikki de Saint Phalle, Tinguely), cuyo exponente más irónico en el Piano Emmenthal de Spoerri (1990), nos entretienen antes de llegar al robot construido con radios viejas de Nam June Paik, la cabina de Allan Kaprow y las esculturas de Munari, Melotti, Pascali. La sala personal dedicada a Alighiero Boetti y la producción contemporánea de los italianos Cattellan, Scotto di Luzio, Marisaldi, Luigi Ontani, junto a las obras de Cindy Sherman, Mike Kelley, Pipilotti Rist, Haim Steimbach, cierran este teatro de los sueños, como una "cuarta pared" a la manera de esas cajas de Joseph Cornell que descubren una veladura entre dos mundos totalmente opuestos: el exterior, lleno de soldados de plomo preparados para matar, y el interior, donde uno todavía puede sostener la creencia lopesca de que el "cielo en un infierno cabe".

Los bigotes que Marcel Duchamp dibujó en el rostro de La Gioconda, firmando la reproducción como obra suya, o el mono vivo que Picabia quería atar dentro de un marco vacío para exponerlo en una colectiva, fueron seguramente las obras más dadá. El caballo de madera, la nodriza, la doble afirmación en ruso, el cubo y la madre en cierta comarca de Italia, reciben el mismo nombre: dadá. Los dadaístas pensaban que no era posible construir la sensibilidad sobre una palabra: "Dadá es una cantidad de vida en transparente transformación sin esfuerzo y giratoria". ¿Un microbio virgen?, ¿una sociedad anónima para la expropiación de ideas? El único que pudo dar testimonio del hallazgo de la palabra más simpática del mundo del arte, la más cercana al espíritu del homo ludens, fue Hans Arp: "Declaro", escribió en 1921, "que Tristan Tzara encontró la palabra dadá el 8 de febrero de 1916 a las seis de la tarde. Yo estaba presente con mis 12 hijos cuando Tzara pronunció por primera vez esta palabra, que despertó en todos nosotros un entusiasmo legítimo. Ello ocurría en el café Terrase de Zúrich, mientras me llevaba un bollo a la fosa nasal izquierda. Estoy convencido de que esta palabra no tiene ninguna importancia y que sólo los imbéciles o los profesores españoles pueden interesarse por los datos". El pars destruens de los dadaístas -la práctica constante de la negación- había asumido una frase del muy racional Descartes -"no quiero ni siquiera saber si antes de mí hubo otros hombres"-. Y como un lema, lo colocaron en la cabecera de sus publicaciones. Zúrich, refugio de personajes dudosos e impacientes -emigrados políticos, poetas, artistas, agentes secretos y banqueros-, se había convertido en una especie de mazmorra en tiempos de la Primera Guerra Mundial, pero la ciudad seguía atrayendo a lo más granado de la intelectualidad europea que luchaba contra la inmovilidad del pensamiento y el adocenamiento social. El nuevo siglo, con los mismos juguetes rotos, esta vez provocados por la infantilización de la sociedad de consumo, sigue pidiendo al arte un ideal que le ayude a zambullirse en el fragor de las cataratas de la vida. En este jouer/déjouer surge por parte del artista la idea de transgresión sistemática de los juegos, inventados al mismo tiempo que sus reglas, sus protagonistas y los lugares que corresponden a cada jugador. Gilles Deleuze cartografía ese espíritu infantil en Ce que les enfants disent (Critique et Clinique, 1993) cuando afirma que "el arte también (como el niño) alcanza ese estado celestial que ya no conserva nada de personal ni de racional. A su manera, el arte dice lo que dicen los niños, está hecho de idas y venidas y hace mapas extensivos e intensivos". Los mismos "mapas movedizos" que en los sesenta recompuso Öyvind Fahlström. Vale la pena recordar la retrospectiva de este artista brasileño, en 2001, que viajó desde Barcelona (Macba) a North Adams (MASS MOCA). Paralelamente, el museo norteamericano acogía una exposición sobre el juego en el arte, un concepto clave para entender las reivindicaciones del artista ante una sociedad desestructurada, que se mantiene unida como una marioneta, con hilos y papel celo, en manos del todopoderoso mercado. "El arte tiene en común con el juego la libertad y el desinterés", sostenía Kant. Y en ese desván, el artista reinventa la vida y nada en un manantial de posibles donde el juego desemboca en experiencia cultural. Niño y artista crean un kit de formas de existencia y disfrute que tiene su manual de instrucciones en los intersticios de la realidad. En estos días de enfáticos reyes, camellos y renos, el Museo Arqueológico Regional de Aosta, en Italia, nos deja espiar a través de los ojos del artista/niño. Los tesoros arquitectónicos de la que está considerada como la "Roma de los Alpes", una bellísima ciudad medieval enclavada en una llanura vigilada por el Mont Blanc, conviven con 200 obras de 70 artistas del siglo XX. Desde Giacomo Balla y Fortunato Depero ("el giocattolo futurista será útil para el adulto, porque le mantendrá joven, ágil, contento y alerta, instintivo e intuitivo", escribió el primero en el manifiesto Ricostruzione futurista dell'universo) hasta los videojuegos Pokémon de Miltos Manetas. El recorrido por las 13 salas comienza con la "habitación de los niños" diseñada por Balla (1914) y sigue con los diseños de marionetas que Depero hizo para su Teatro Plástico. La Boite en valise de Duchamp y sus libros sobre el ajedrez comparten espacio con el tablero diseñado por Man Ray Boardwalk (1917-1973) y los juegos de cartas de Sonia Delaunay. Klee aporta Peces que juegan (1917) y tres máscaras de 1936. Magritte, Tanguy y Miró (Personaje, 1967) recomponen el mecano del arte y la vida que tanto inspiró a los surrealistas. Las figurillas circenses de Calder, los dibujos de la infancia de Warhol, las litografías de Léger sobre el mundo del circo (1950), los nuevos realistas (Mimmo Rotella, Nikki de Saint Phalle, Tinguely), cuyo exponente más irónico en el Piano Emmenthal de Spoerri (1990), nos entretienen antes de llegar al robot construido con radios viejas de Nam June Paik, la cabina de Allan Kaprow y las esculturas de Munari, Melotti, Pascali. La sala personal dedicada a Alighiero Boetti y la producción contemporánea de los italianos Cattellan, Scotto di Luzio, Marisaldi, Luigi Ontani, junto a las obras de Cindy Sherman, Mike Kelley, Pipilotti Rist, Haim Steimbach, cierran este teatro de los sueños, como una "cuarta pared" a la manera de esas cajas de Joseph Cornell que descubren una veladura entre dos mundos totalmente opuestos: el exterior, lleno de soldados de plomo preparados para matar, y el interior, donde uno todavía puede sostener la creencia lopesca de que el "cielo en un infierno cabe".

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