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Columna
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Metamorfosis

Al despertarse Luis García Montero una mañana, tras un sueño intranquilo, se encontró encima de la mesa del comedor convertido en una copa de cristal. Estaba rígido, firme como un soldado sin voluntad, como un vigilante sin ojos que lo ve todo por la pura fuerza de la costumbre, como un cielo empañado de nubes y de rastros de labios, como un barco fantasma que ha ido a encallar entre los platos sucios, los ceniceros y las servilletas. ¿Qué me sucede? Ya has vuelto a beber más de la cuenta, pensó, y quiso salir del sueño, romper el envoltorio frío de la pesadilla. Pero no estaba durmiendo, era una copa de cristal, muda, paralizada, inflexible, con la existencia impávida de los objetos. Todos los objetos están abrochados sobre sí mismos, tienen una camisa de fuerza en su corazón. Luis García Montero quiso moverse, alargar una pierna, desplazar una mano, respirar, encogerse de hombros, tumbarse, darse la vuelta, apoyarse sobre el costado izquierdo, conseguir una señal de vida, pellizcarse, gritar. Nada, quieto sobre la mesa, una simple abstracción, una transparencia inmóvil y desorbitada. Sin ojos, lo veía todo a su alrededor; sin oídos, escuchaba los motores de la calle, la carga y descarga del día, la voz de una locutora infantil que brotaba histérica del televisor encendido, la respiración de su mujer al fondo de la casa igual que una lenta agitación en la marejada tranquila del sueño. La luz de la mañana rozaba su piel cristalina, su confusa transparencia, pero sin dejar una huella de calor sobre la temperatura innecesaria del vacío. Con la sed de los que ya se lo han bebido todo, con la saciedad insatisfecha de los que participan en un festín interminable, estaba allí, hundido en la quietud de los objetos, incapaz de desear, acosado por las necesidades.

Hizo un esfuerzo por recordar los pasos de la noche anterior, la espesura que lo dejó en el umbral de la metamorfosis. Al despedirse el último invitado, cogió un libro, se sentó en la butaca del salón comedor y se puso a leer bajo la fatiga del sueño y la animalidad faldera y rumiante del televisor. Y nada más, a la mañana siguiente se había despertado convertido en una copa de cristal. Era redondo, frágil, hueco, y un aliento de alcohol inútil rodeaba la conciencia imperturbable de su desorientación. Todos los otros objetos lo miraban con la cortesía distante que suelen provocar los recién llegados al interrumpir una conversación privada. Las servilletas, los ceniceros, las sillas, el jersey del sofá, los cuadros, empezaron a hablar de otra cosa, cambiando educadamente de asunto, para ocultar un secreto, su secreto, con la naturalidad de las buenas palabras volanderas. El idioma de los objetos tiene un vocabulario de silencios, de miradas, de ausencias, de costumbres. Viven en la sintaxis del tiempo, en la gramática temblorosa de las modas. La vida los roza como un arroyo, y a veces caen en la corriente, flotan por un momento y desaparecen. Luis García Montero estaba a punto de entablar conversación con los objetos, pero se callaron de repente al oír los pasos de su mujer. Llegó con una bandeja, recogió los platos, los ceniceros, las copas, los llevó a la cocina, y puso el lavaplatos.

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