De castillo a castillo
Un paseo entre chopos ribereños lleva de la iglesia-fortaleza de Turégano al castro de Caballar, en Segovia
El de Turégano es un castillo porque lo dicen las guías de turismo y porque, de lejos, se parece más a eso que a un colegio de señoritas o a una fábrica de latiguillos hidráulicos. Pero en cuanto uno se acerca, lo que ve es la suma desordenada de las torres de calicanto de un antiquísimo castrum, la iglesia románica de San Miguel, la fortaleza de los obispos de Segovia -señores de esta villa desde 1123- y, como guinda, una espadaña barroca.
Por verse, se ve hasta la huella de un frontón que retiraron en la última reforma por juzgar ya excesivo el batiburrillo arquitectónico, sin pensar que la gracia del castillo de Turégano es su carácter heterogéneo y multiuso.
De las muchas utilidades que ha tenido este edificio -templo, fortaleza, residencia señorial, hotel de reyes e incluso jai-alai-, la más famosa fue la de "cárcel para custodia y pena de los que grave y atrozmente delinquen".
"En cuanto uno se acerca, lo que ve es la suma desordenada de las torres"
Y de sus muchos reclusos, el más infame, aquel prevaricador y homicida secretario de Felipe II, Antonio Pérez, que ingresó el 3 de marzo de 1586 como si fuera el mismo rey (y no sólo su sicario), bien acompañado de su mujer y sus hijos, su administrador y su paje, y aun así, intentó fugarse a los pocos días de su llegada, por lo que fue trasladado a un calabozo sin luz y sin puerta al que sólo podía accederse descolgándose por una cuerda.
Lo que más nos intriga del caso no es que Antonio Pérez quisiera fugarse de una prisión tan regalada, sino de qué modo pensaba alejarse sin ser visto de un castillo que se alza señero sobre una infinitud de mieses y yermos pedregosos en lo más céntrico y pelado de Segovia, como no fuera disfrazado de oveja. La única excepción a esta desarbolada norma es el camino que desde Turégano remonta el arroyo de las Mulas bajo espesa chopera, el mismo que hoy vamos a seguir para acercarnos dando un garbeíllo a la vecina aldea de Caballar, donde tendremos la ocasión de encaramarnos a otro castillo que, por no perder la costumbre, tampoco es un castillo.
Iniciamos el paseo en la Plaza Mayor de Turégano -un hermoso cuadro de soportales, fachadas esgrafiadas y, al fondo, la silueta almenada y rosa de la fortaleza obispal, todo tal como lo pintó Zuloaga-, saliendo por la calle del Cristo de la Calzada, al final de la cual hallamos una bifurcación de carreteras: a la derecha, la que lleva a Caballar; a la izquierda, la que conduce a El Guijar.
Y por esta última carretera continuamos para cruzar al poco el arroyo de las Mulas y, cinco minutos después, tomar el camino que se desvía a la diestra junto a la señal que prohíbe la venta ambulante en toda la villa.
El camino es una pista de tierra casi llana por la que avanzamos cómodamente durante una hora arroyo arriba, entre plantaciones de chopos y granjas donde se crían los famosos corderos segovianos, que, la verdad sea dicha, no huelen vivos tan bien como asados.
Así, hasta que la pista muere ante un molino rehabilitado como vivienda, el cual rodeamos por arriba para continuar andando sin camino por la misma orilla hasta salir a la carretera de Caballar, que ya sólo queda a un kilómetro siguiendo el asfalto hacia la izquierda.
Caballar, a donde llegamos tras dos horas de marcha, es un pueblecito de cien almas -mil menos que Turégano- que yace acurrucado con sus huertos al pie de una preciosa iglesia románica donde se guardan los cráneos de santa Engracia y san Valentín, hermanos de san Frutos (el del Duratón); cráneos que se sacan los años de sequía para sumergirlos en la fuente Santa, pues, según nos aseguran, estos santos que fueron decapitados por los moros y sus cabezas arrojadas a dicha fuente, no sólo no se enfadan por ello, sino que hacen que llueva.
Justo detrás de la iglesia del municipio se yergue el llamado alto del Castillo, que no es más que un mogote con pinta de haber albergado un castro en tiempos remotos, pero con buenas vistas de la sierra de Guadarrama y de toda la planicie de Segovia, incluido aquel edificio rosa de Turégano que, a la luz de la tarde, gana en hermosura a todos los castillos de Castilla, aunque él no lo sea.
Cordero asado en horno de leña
Dónde. Turégano (Segovia) dista 110 kilómetros de Madrid. Se va por la carretera de A Coruña (A-6) hasta Villalba, por la M-601 hasta el puerto de Navacerrada y por la CL-601 hasta La Granja, para luego seguir las indicaciones viales hacia Torrecaballeros y Turégano.
Cuándo. Paseo de cuatro horas de duración (12 kilómetros, ida y vuelta por el mismo camino), con un desnivel acumulado de 100 metros y una dificultad baja, recomendable en cualquier época del año por discurrir en su mayor parte al abrigo de las choperas. En invierno, el camino puede presentar algunos tramos encharcados o embarrados, por lo que se aconseja ir calzados con botas de montaña.
Quién. Mario García Heredero, propietario de El Zaguán (Plaza de España, 16; tel.: 921-50 11 65), está desde las 8 de la mañana al pie de su horno de leña para elaborar el mejor cordero asado de Turégano. El establecimiento dispone además de 15 habitaciones -doble, 60 euros-, algunas con bañeras de hidromasaje y vistas al castillo.
Y qué más. Cartografía: hoja 18-18 (Turégano) del Servicio Geográfico del Ejército, o la equivalente (457) del Instituto Geográfico Nacional, ambas a escala 1:50.000. Más información sobre ésta y otras rutas a pie, en el Ayuntamiento de Turégano (tel.: 921-50 00 00).
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