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Columna
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Incidentes en Ruzafa

En la anochecida del lunes pasado y en un lugar de Ruzafa, que bien pudiera haber sido el de otro barrio de Valencia, se produce una trifulca violenta entre inmigrantes. En realidad es uno de ellos, exaltado y agresivo, el que desata las iras de los demás, forzados a reducirlo de manera expeditiva. "Siempre son los mismos", comenta resignadamente uno de los numerosos magrebíes que contemplan sin visos de sorpresa el alboroto. "Estamos hartos", añade, "de que unos pocos delincuentes que todos conocemos nos hagan la vida imposible. Me han robado ya dos veces en la tienda y no me atrevo a denunciarlos. ¿Para qué?". Un vecino, éste indígena, apostilla: "Ahora vendrá la policía, pedirá papeles y hasta mañana o hasta cuando estalle, porque cualquier día estallará, una muy sonada". Su tono no es condenatorio ni indignado, sino fatalista.

Aquí, en Ruzafa, o doquiera que sea del cap i casal con notable presencia inmigratoria de origen principalmente islámico, el clima conflictivo no ha alcanzado la gravedad que se constata en Crevillent, en el Baix Vinalopó, donde el mismo presidente de la Asociación de Árabes, de Alicante, pide la adopción de medidas radicales y la expulsión de los culpables, mientras que el alcalde de la citada población exige refuerzos policiales. La sangre no ha llegado al río en la histórica y otrora pacífica barriada capitalina, decimos, pero resulta obvio que el malestar del vecindario tanto nativo como foráneo acrece y ya ni siquiera es noticia, por habitual, un incidente como el que glosamos.

Es posible que el remedio a estos desórdenes esté en la Ley de Extranjería, si es que de una vez por todas se sacude su precariedad y no se reforma cada semana. Eso y, sobre todo, la práctica de los juicios rápidos que permitan poner de patas en la frontera, con las debidas garantías pero sin demoras, a los díscolos e inadaptados que allanen el código penal, a esos "mismos" y sobradamente identificados a los que aludía el anónimo ciudadano damnificado mentado más arriba. Lo importante es instrumentar cuanto antes soluciones a fin de que no prospere en el colectivo vecinal la sensación de desamparo y fatalidad ante la delincuencia en general y, específicamente, ante la decantada por el fenómeno migratorio, con sus perversas consecuencias xenófobas y racistas.

Hasta ahora, y con pocas excepciones, hemos de admitir y celebrar que el Pais Valenciano ha metabolizado la corriente inmigratoria con bastante menos resistencias de las que podría haber provocado una política estatal de extranjería tan titubeante y desnortada como la vigente. El país, por fortuna, sigue siendo abierto y en su raíz tolerante, lo que propicia el acomodo de los nuevos residentes, cuyo censo no dejará previsiblemente de aumentar, con papeles o sin ellos. Por eso estamos todavía a tiempo de anticiparnos a que se propicien tensiones y violencias que arruinen el civismo y la paciencia de barrios enteros y de colectividades diferentes, pero no antagónicas, llamadas a convivir o, al menos, a coexistir en paz. Quizá baste para ello que se les alivie de los elementos que las perturban y que hoy se benefician de un ambiguo régimen legal y peor criterio de acogida que se traduce en impunidad para unos y opresión para otros.

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