El mirar de Goya
La Fundación BBVA presenta en su sede histórica de Bilbao (plaza de San Nicolás) medio centenar de obras -óleos, dibujos y esculturas-, de autores españoles procedentes del Museo Goya de Castres (localidad francesa próxima a Toulouse). Es una buena muestra, tanto por la calidad de muchas de sus obras, como por la variada gama de estilos y argumentos temáticos recorridos entre los siglos XIV y XX.
Hay que ponderar el precioso el óleo sobre tabla de Luis Paret y Alcazar de 1772. Las dos acuarelas de Mariano Fortuny poseen más valor que su óleo. Muy sutil el retrato de Felipe III que le hizo Juan Pantoja de la Cruz en 1608, pese a que se atisben zonas algo duras en el ropaje. Las pequeñas piezas de Eugenio Lucas ponen de manifiesto su excesiva gran dependencia del magisterio de Goya. Simpáticamente divertido el retrato del pintor Enrique Mélida pintado en 1892 por Curro Vázquez y Úbeda. Trazos vigorosos de Pablo Uranga al retratar al pintor Ignacio Zuloaga (1893). La obra atribuida a Zurbarán y su taller más parece de su taller que de Zurbarán. Espectacular el lienzo de Javier Bueno, titulado Combatiente español (1938), por su capacidad muralística. Todo lo contrario sucede con óleo del especialista en murales Jose María Sert, pues resulta teatral y acartonado. Maruja Mallo, con la obra naïf Verbena (1928), deja al descubierto sus numerosos débitos a Ensor, Solana, Picasso y Léger. Misterioso, sorprendente y moderno el óleo de Óscar Domíguez gracias a la profusa ejecutoria de la técnica llamada decalcomanía...
Sin duda, cada una de las obras expuestas merece un comentario. Con todo, además del retrato de Francisco del Mazo, pintado por Goya, la obra magistral de la exposición es el Autorretrato del pintor aragonés. Al margen de estar ante un Goya que desea mostrarse más sereno, melancólico y dulce de su habitual, en lo puramente plástico destaca el uso de la luz sobre el rostro: directo, neto, sin ambages. Pero es con en tratamiento que insufla a las gafas donde alcanza la obra su máximo poder. Véase cómo el ojo izquierdo (más próximo al espectador) se sale del ámbito de su lente, en tanto el ojo derecho entra por completo dentro de la suya. Exagera la posición de la ceja izquierda, trazándola muy por encima de lo normal, y para compensarlo hace mayor la lente de la derecha, lo cual espacialmente no es posible. Ahí está el intríngulis. Con ese forzamiento imposible y la curva de la única patilla de gafa visible, más el ritmo voraginado hacia la derecha de los cabellos alrededor de su frente, consigue un magnetismo fuera de lo común. Asombroso.
No tan asombroso fue el comportamiento de algunos de los guardias de seguridad, empeñados en no dejar mirar los cuadros desde cerca, como si las miradas los dañaran.
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