Ceferino del Olmo
La democracia también tiene sus víctimas, y a veces son personas que dedicaron lo mejor de sus vidas a acercarla o, simplemente, a hacer más soportable su ausencia. En nuestros años de dictadura, Ceferino Del Olmo hizo las dos cosas. En el doblemente gris Barakaldo de los años 70 Cefe nos abrió los ojos de la imaginación y desde su puesto de gestor municipal, llegó a hacernos creer que debajo de los adoquines había una playa. Un lugar donde un día Els Joglars podían combatir la pena de muerte y La Madres del Cordero reírse de la cutrez oficial, donde Oteiza plantaba una caja metafísica frente al Ayuntamiento y el Equipo Crónica destripaba la historia obligatoria. Gracias al trabajo de Cefe, a su valor y a su compromiso, para muchos baracaldeses y ajenos, esos años de plomo fueron también esperanzadores.
Pero llegó la libertad y sucedió que el espíritu libre de Cefe no encontró acomodo en los nuevos formatos de funcionarios que los tiempos (y los partidos) requerían. Su alergia a las rigideces administrativas, los escalafones, las consignas oficiales y, en general, a la mediocridad disfrazada de burocracia, le convirtieron en un hombre incómodo, que no entendía la boca como un sitio para llevar el carné. De resultas de lo cual y corporación tras corporación, fue siendo postergado, ninguneado y finalmente condenado a un ostracismo que, ahora podemos decirlo, cubre más de vergüenza a sus autores que a la víctima.
El pasado día de Santo Tomás murió, pero su trabajo y memoria viven entre nosotros. Fue coherente ante los arribistas, valiente entre los pusilánimes, rebelde frente a los serviles. Echaremos siempre en falta su incorrección política, ese aire que nos hizo respirar y que seguiremos buscando por sus calles y bares.
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