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Columna
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Cuentos de Navidad

Rafael Argullol

Poco antes de Navidad intenté ver una película en televisión, Medianoche en el jardín del bien y del mal, de Clint Eastwood, pero me fue imposible. Aunque la película prometía, pronto me di cuenta de que lo que se proponía a los espectadores era otra cosa: sólo el título del filme parecía adecuado. A los dos minutos de iniciado apareció bruscamente en pantalla una presentadora con aspecto patibulario y voz de gobernanta que se afanó en proclamar un avance del posterior telediario; le ocupó tanto tiempo que cualquier espectador podía construir su propia fantasía acerca de los mecanismos que han llevado a alguien con tal voz y aspecto a presidir las medianoches de la primera cadena pública española. Luego, reanudada la película, se sucedieron apabullantes series de anuncios que imposibilitaban la menor concentración por parte de quien deseara ver la obra de Eastwood.

La publicidad, la maestra de ceremonias del vértigo cotidiano, crea nuestro tiempo y nos indica cómo debe ser consumido

El jardín del bien y del mal era, pues, otro y tal vez fuera aconsejable seguir el reto. En medio de la interminable hojarasca destacaban en el jardín algunos inquietantes ejemplares: andróginos que aseguraban la felicidad, automóviles que prometían destrozar las leyes vigentes sobre velocidad, fuegos fatuos que vomitaban aludes de objetos. Apareció un anuncio de relojes particularmente macabro. Era una escena inspirada, diría, en Senderos de gloria, de Stanley Kubrick, la película que diseccionó con dureza la crueldad militar en la I Guerra Mundial. En tal escena, unos soldados atrapados en la trinchera bajo una lluvia de disparos están atentos al reloj de pulsera de uno de ellos. Codician el tesoro. Cuando, finalmente, el pobre desgraciado portador del talismán muere masacrado al abandonar la trinchera, el reloj se ve liberado de su dueño y se ofrece a la mirada ávida de un nuevo aspirante. Los hombres pasan, el reloj perdura.

Era, desde luego, una fantástica metáfora que la televisión convertía en radiante propuesta. Aunque ya hace mucho que la publicidad ha exprimido en todas direcciones la tradición icónica que nuestra cultura ha recibido, siempre son de agradecer las muestras limítrofes de crudeza. La historia de la publicidad es, precisamente, la historia de un refinado saqueo a través del cual el arte ha sido expoliado de contenido para, puro pellejo ya, servir a la moderna religión del bienestar. Es más: podríamos seguir perfectamente las etapas de la cultura despellejada -y, en especial, de la modernidad, con particular saña respecto a la cinematografía- siguiendo la evolución de la propaganda y de su afluente comercial, la publicidad.

Pero aquel anuncio del reluciente reloj de oro pasando de moribundo en moribundo comprimía admirablemente toda la escenografía publicitaria en unos pocos segundos. Se apropiaba de una imagen ya clásica del cine para invertir por completo su significado original mientras, por otro lado, con lacerante realismo convertía ese reloj con vocación póstuma en la esencia misma de la publicidad: proponer el paraíso a los hombres para que el objeto, siempre mágico y siempre superior, sobrevuele la retina de los que permanecerán, también por siempre, expulsados del Edén.

No era el único poder del reloj que colgaba, huérfano, de la trinchera. Era asimismo el símbolo de los amos del tiempo. En aquel jardín del bien y del mal (la posesión del objeto marca la frontera) todo era vertiginoso: decenas de anuncios con centenares de escenarios en unos miles de segundos. La publicidad, la maestra de ceremonias del vértigo cotidiano, crea nuestro tiempo para indicarnos, a continuación, cómo debe ser consumido. Dirige el inicio y el fin de las estaciones, hasta el punto de que olvidamos las fechas del calendario para confiar en las que proponen grandes almacenes y marcas. También sella lo que aparece y desaparece, y sellaría la vida y la muerte si esta última no estuviera excluida por definición ya que, en una propuesta de paraíso, no caben las agonías: por eso el desgraciado soldado pierde vida, paraíso y reloj simultáneamente.

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Crea asimismo nuestro espacio, traduciendo el vértigo en acumulación. Sería curioso comparar los objetos que rodean a un hombre del siglo XXI con los que rodeaban a sus antepasados de hace un par de centurias. Vivimos atrapados en una tupida red de objetos que configuran, paralelamente, las coordenadas de nuestro espacio. Con la continua multiplicación de fetiches, la publicidad nos sitúa en un paraíso denso y viscoso en el que no es fácil avanzar, y menos hacerlo sin tropiezos. Ésta es la íntima contradicción de su vértigo inmóvil: por un lado, una velocidad extrema; por otro, un laberinto inmovilizador.

El brillante reloj ejerce su dominio por encima de los hombres; pero, como contrapartida, podemos suponer que hay montones de relojes que yacen, impotentes, al fondo de innumerables trincheras. Cuando renuncié a ver Medianoche en el jardín del bien y del mal -sólo por el momento- pensé que lo que se estaba ofreciendo a los espectadores era una serie interminable de los únicos cuentos de Navidad a los que ahora parece aspirar nuestra época. Pero podría suceder que esa felicidad vertiginosa y viscosa acabara por empalagar los sentidos de quienes, antes o después, advierten que todo buen cuento de Navidad contempla la alternancia de la fortuna humana. Y que en ese cuento el final feliz fuera prescindir del maldito reloj para gozar de un largo instante sin tantos y tan vertiginosos paraísos.

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