Película
Hay un regalo de moda, es decir, todavía caro, caprichoso: el teléfono móvil-cámara fotográfica, aparato propio del museo del espionaje. Estos teléfonos multiplicarán la presencia de ojos que miran y fijan lo que miran, la vigilancia perpetua en todas partes. (Miro a la cámara que me enfoca en el centro comercial, cerca de los Multicines América, en Málaga.) No sé si la imparable metástasis de imágenes electrónicas disminuirá o anulará a la escritura alfabética. El alfabeto es un increíble medio técnico, de ciencia-ficción: permitió el nacimiento de la literatura y la filosofía, fijó principios y valores, más allá de la acción instintiva que se justifica por sí misma en el instante. Perdida la costumbre de leer y escribir, habrá un cambio radical de mentalidad, aunque, si lo pienso bien, jamás abundaron los que han leído y escrito, y entre la minoría alfabética figuran algunos de los mayores monstruos de la Historia (Hitler vivió una temporada de los derechos de autor de su bestseller Mein Kampf).
Miro las carteleras, voy al cine. Leo en el periódico que Hollywood está vendiendo más cine que nunca. ¿No dicen que el prestigio mundial de Estados Unidos baja, se desploma? A un amigo veneciano le oigo decir que, entre las condiciones de la rendición de Italia en la Segunda Gran Guerra, se incluía la obligación de distribuir películas de Hollywood. Es verosímil. Cuando el primer embajador de EEUU en la España franquista, Griffis, banquero de Boston, expuso en 1951 sus inquietudes prioritarias ante el Gobierno de Madrid, planteó tres cuestiones: el compromiso de España en la defensa de Occidente; la necesidad de acabar con el ataque a los protestantes (en Sevilla los fanáticos habían quemado una capilla no hacía mucho y el presidente de Estado Unidos, Truman, era un devoto baptista); y, por fin, un punto específico y vital: la importación de películas americanas.
Es extraño cómo dos mundos distantes, incongruentes entre sí, películas y bases militares, resultan ser complementarios: estoy viendo carteleras malagueñas mientras pienso en Morón y Rota. El cine es perfecto para la propaganda. Las imágenes cinematográficas no sólo pueden falsificar la Historia: también pueden falsificar la ficción. Graham Greene escribió una novela, El americano impasible, cuyo protagonista, Pyle, era un hombre de la CIA, un agente provocador que ponía con sus mejores intenciones coches-bomba en el Saigón de los años cincuenta; pero, cuando Joseph L. Mankiewicz convirtió en película la novela, el agente de la CIA era inocente y las bombas las ponían los comunistas (el papel de Pyle lo interpretaba Audie Murphy, el soldado estadounidense más condecorado en la Segunda Guerra Mundial). Ahora Phillip Noyce ha vuelto a rodar El americano impasible (la estoy buscando en la cartelera), con Brendan Fraser y Michael Caine, y parece que cuenta verdaderamente la fábula que inventó Graham Greene. Si así es, irritará a la CIA tanto como Greene el novelista, aunque la CIA tenía buen gusto literario: una vez lanzó sobre la Unión Soviética traducciones al ruso de los Cuatro cuartetos de T. S. Eliot (una gran traducción española de los Cuatro cuartetos la hizo en Málaga Esteban Pujals).
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