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Columna
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Promesas para el próximo año

Hubo un tiempo en que, quizás por emplazarse en medio de las fechas navideñas, también el cambio de año se veía como una oportunidad para la recapitulación personal. La gente examinaba el año transcurrido, en un amago de examen de conciencia, y se prometía para el futuro nuevas intenciones, saludables sentimientos, la promesa de ser mejor, más íntegro, más fiel a algo o a alguien.

Pero esto, como tantas otras cosas, ya se revela como un atributo del pasado. Hace tiempo que las promesas que se impone la gente en estas fechas nada tienen que ver con un comportamiento ético. Nadie se propone ser mejor: se propone adelgazar. Nadie se compromete a visitar a aquella tía viejísima que agoniza en un pueblo de Salamanca: se propone ir al gimnasio. Me temo que nadie pretende ya comportarse el próximo año de forma más honesta: pretende dejar de fumar. Los compromisos que adquiere la gente en estos días son físicos, estéticos. Aunque quizás seamos injustos despojando a estos proyectos de su condición moral. Cada época tiene su propia ética, y la ética de este tiempo consiste precisamente en eso, en cosas como adelgazar, dejar de fumar, meter en el gimnasio un par de horas al día.

Aún jugamos con los niños al chantaje moral de condicionar sus regalos a un buen comportamiento. Un chantaje, sí, pero un chantaje fundado en la mejora personal. Sin embargo incluso en esta costumbre empiezan a asomar grietas inquietantes. El otro día, en el primer canal de Euskal Telebista, sorprendí a un niñato predicando a su audiencia de mocosos (el programa estaba dedicado a niños muy pequeños) que importa un diablo lo bien o mal que te hayas portado porque seguro que este año también habrá regalos. Me pregunto por qué al cabezahueca del guionista y al niñato parlante tenemos que pagarlos con dinero público, habida cuenta de que algunos contribuyentes tenemos niños pequeños y preferimos que no oigan sinsorgadas. Pero muy posiblemente esta es otra batalla perdida: resulta difícil exigir a los niños un buen comportamiento cuando el nuestro se ha reducido a eso: a adelgazar, a hacernos un implante de pelo, a dejar la cerveza o el tabaco.

La ética de este tiempo predica cuerpos sanos. No hay más que ver la altura moral en la que viven los abstemios, los fumadores pasivos, los vegetarianos y otras especies de seres increíbles. De hecho, el mundo del cine había consagrado de forma irremisible esos modelos: el chico bueno, además de bueno es guapo. Algo parecido pasa con la chica buena. Los malos, por el contrario, son feísimos. Los tontos, hablando en general, bastante gordos. Ese código del cine resulta profundamente conservador, en el peor sentido de la palabra. Aún hoy, salvo para un par de cineastas transgresores, el cine nos señala, a las primeras de cambio, quién es el bueno y quién es el malo en virtud de su retrato. Seguro que acertamos antes de que hayan dicho una sola palabra.

Pero el vacío ético de la contemporaneidad puede ir mucho más lejos. Atribuir a la belleza la virtud de la bondad era al menos una reverencia a la ética convencional, del mismo modo en que, se decía, la hipocresía es un homenaje que la mentira rinde a la verdad. La publicidad, sin embargo, es capaz de llegar aún más lejos. Si en el cine la belleza se alía con la bondad, en la publicidad se alía con otras cosas: la belleza se corresponde con la propietaria de la batidora eficaz y la fealdad con la titular de un cacharro desportillado. La belleza pertenece al burgués de clase media que maneja una taladradora extraordinaria mientras que su vecino, sí, ese feo y gordito, tiene una taladradora que da pena. Para la publicidad la belleza ni siquiera es una transfiguración de la bondad, sino del buen funcionamiento.

Me temo que ya no nos proponemos adelgazar porque siendo más delgados parecemos ser mejores, sino porque más delgados nuestro coche corre más, nuestro lavavajillas abrillanta y nuestra tostadora es de una marca mejor que la del vecino.

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