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A pie de obra | TEATRO
Columna
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Un sueño realizado

Marcos Ordóñez

Uno. ¿Quieren un buen regalo de reyes?: tengan un detalle y márquense un viaje a Londres para ver Chitty Chitty Bang Bang en el Palladium, el mejor y más imaginativo musical de la temporada. Flash-back: para los que adoramos Mary Poppins, la llegada de Chitty en 1968 fue una desilusión morrocotuda. Pese al libro de Ian Fleming y el guión de Roald Dahl, la película era tan larga como aburrida, Julie Andrews se había esfumado y no existía la menor química entre el gran Dick van Dyke y Sally Ann Howes, una gélida rubia que parecía estar haciendo La saga de los Forsythe. Claro que teníamos el coche volador (y otros inventos delirantes, como la máquina de desayunos), y la visita a la fábrica de caramelos (un autohomenaje de Dahl a su Willie Wonka), y un terrorífico Cazador de Niños (¿qué fue de Robert Helpmann?), y el malvado Barón Bomburst era Goldfinger (o sea, Gert Fröebe), pero sobraba todo lo demás. Perdón, perdón, perdón: también teníamos las canciones de los hermanos Shermann, pero, ay, dobladas al castellano, como era costumbre. (Una pausa para rendir tributo a los Shermann Brothers, Richard y Robert, que escribieron los tres grandes clásicos del musical Disney entre 1960 y 1970, Mary Poppins, Los Aristogatos y El libro de la selva. Y las canciones de Merlín el Encantador, de La bruja novata, de El más feliz millonario. Y joyas de pop instantáneo como el Let's get together de Tú a Boston, yo a California. O, todavía más atrás, en los comienzos de su carrera, aquel You're Sixteen que popularizó Johnny Burnette. Fin de la pausa. Continúa la acción).

El Palladium, de Londres, presenta Chitty Chitty Bang Bang, el mejor musical de la temporada

¿Recuerdan la trama de Chitty? Caractacus Potts es un inventor sin suerte, empeñado en crear un coche volador con la ayuda de sus hijos, Jessica y Jeremy, y su novia, la maestra Truly Scrumptious, hija de un multimillonario fabricante de dulces. El Barón Bomburst, dueño y señor del reino de Vulgaria, quiere el coche para ganar el Rally de Montecarlo, y envía a sus torpísimos espías, que secuestran al abuelo Potts confundiéndole con Caractacus, lo que obligará a los buenos a viajar al país de los malos, donde la pérfida Baronesa mantiene a todos los niños convenientemente encadenados. Contado así suena a chorrada cósmica, pero Tim Burton hubiera podido hacer un remake maravilloso con Pee Wee Herman en el papel del inventor. Por suerte, Jeremy Sams ha logrado la adaptación perfecta, que le da ciento y raya al original: un libreto que extirpa toda la grasa (y toda la baba) de la película, potencia el humor y la magia y consigue el objetivo básico de todo "musical infantil": que los padres no se aburran y que los críos, amamantados con los prodigios de Harry Potter y compañía, no salgan del teatro con ganas de incendiar papeleras.

Dos. Los nuevos diálogos están trufados de ocurrencias gloriosamente idiotas (Truly: "My sisters are Madly and Deeply". Potts: "¿Seriously?". Truly: "No, that's my brother") y las canciones, corregidas y aumentadas (hay 26 en total), brillan ahora con luz propia gracias a los efervescentes arreglos de Robert Scott. A destacar: la balada Hushabye Mountain, un Toot Sweets en clave de swing, el acrobático ballet de Me Ol'Bamboo como un guiño al music-hall eduardiano, el Posh del abuelo ("¡Bomba, qué vida me doy!", en su versión castellana), el shoe-shuffle de los inventores cautivos en The Roses of Success y, por supuesto, el coreadísimo Chitty Chitty Bang Bang.

Los productores han tirado la casa por la ventana a la hora de elegir el reparto y diseñar los efectos especiales: casi siete millones de libras convierten a Chitty en uno de los musicales más caros de la historia, pero el Palladium registra llenos diarios, por lo cual conviene que vayan reservando sus entradas. La estrella es Michael Ball, el gran tenor joven de la escena inglesa (Marius en Les Miserables, Alex en Aspects of Love, Giorgio en Passion), que ha vuelto al West End tras una ausencia de cinco años para componer un Caractacus ligero, vital, divertido, sin un átomo de cursilería o paternalismo, combinando a la perfección con Emma Williams (Truly Scrumptious), una formidable debutante, que pisa Londres por primera vez tras varios éxitos en el Festival de Edimburgo (el último, su Eliza de My Fair Lady). Ya no podrán ver ustedes, lástima, a Richard O'Brien, el creador de Rocky Horror Show (y Rif-Raf en la película), que estrenó el rol del Cazaniños y al que hasta el 15 de marzo sustituye Peter Polycarpou. Los secundarios también son un lujo: veteranísimos como Anton Rodgers (el abuelo Potts), con varios premios Olivier en su haber; Brian Blessed (el Augusto de Yo, Claudio, entre otros mil papelazos) como el Baron Bomburst y Nichola McAuliffe, la baronesa (que roba el segundo acto con una Bombie Samba de antología) o Edward Petherbridge (el primer Guildernstern de la obra de Stoppard, y el inolvidable Coward de Nöel and Gertie) en el breve papel del Maestro Juguetero.

Adrian Noble, criticadísimo por tomarse un año sabático en la Royal Shakespeare para dirigir Chitty, ha logrado un prodigio de ritmo e inventiva, un espectáculo puro con grandes momentos y grandes imágenes: el molino lleno de inventos donde vive la familia Potts, la fábrica de caramelos invadida por una treintena de perros de muy diversas razas y tamaños, la escena de la feria (con noria incluida) y la máquina cortapelo, el viaje en globo del abuelo secuestrado y, lo mejor para el final, el despampanante coche volador diseñado por Anthony Ward. Me he emocionado muchas veces en un teatro, pero hacía tiempo que no dejaba caer un lagrimón tan rotundo como cuando el viejo Chitty despliega sus alas y echa a volar limpiamente, primero sobre el foso de la orquesta y luego sobre el patio de butacas, cortando la respiración de toda la audiencia: un sueño realizado, un instante de absoluta y perfecta magia teatral.

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