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Columna
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Jersey

Un jersey es un animal doméstico que veranea dentro de los armarios. Pero sus vacaciones están llenas de cursos académicos y ejercicios espirituales, porque los armarios son una cueva familiar en la que se aprenden los secretos de la memoria, las manías y los vicios inconfesables. Junto a la ropa de bajar a la calle, respiran los silencios que componen una intimidad para cada nombre. Cuando el otoño firma los contratos laborales del invierno, el jersey sale del armario tejido por esas sombras volubles que confundimos con nuestros valores. Hay prendas que necesitan una situación ritual para separarse de sus cuerpos, ocasiones de amor, cambios de agenda, el fin de una jornada que dobla la ropa y nos desnuda en las esquinas del dormitorio. Desvestirse se convierte entonces en un acontecimiento en el umbral del sueño o del insomnio, de la pasión o del fracaso. Desde que existen las calefacciones, el jersey sabe que los valores sólo cuentan con un alma de quita y pon. Uno se quita el jersey en medio de una conversación, según aconsejen los humildes cambios climáticos de una cafetería o de una casa. Como un animal doméstico, con más espíritu de perro que de gato, el jersey se deja caer en el brazo de un sofá, en una silla, en cualquier rincón modesto de la vida cotidiana. Aquello que mejor nos define es lo que más cambia, lo que más se mueve, porque las definiciones son un pacto con la realidad, una manera de esconder los intereses transitorios en el disfraz de las razones objetivas. La gente se quita y se pone un jersey con la misma naturalidad con la que asume u olvida una exigencia moral. Y así se va viviendo, adornando el deseo de salvar una relación amorosa, de hacer política o carrera en la oficina. Los recursos de la existencia, del derecho o del revés, por la cara de la humildad o de la ambición, cosen los rotos con la aguja de la necesidad.

A mi madre, reina de las visitas familiares, le gustaba llevar a sus 6 hijos con el mismo modelo de jersey. Componíamos una tribu uniformada, una escalera textil, que ahora no recuerdo bajo la falta de originalidad de los rebaños, sino bajo el mundo panorámico y no matizado de los años inocentes. Como soy el mayor, me tocó a mí aventurarme en los colores tricotados de la diferencia. En medio de una fiesta colegial, al final del bachillerato, encendí un cigarro, me quité el jersey de los domingos y me puse un himno latinoamericano de lana gruesa, un compañero fiel para asistir a las representaciones del teatro independiente o a los conciertos de la canción protesta. Fueron tardes y noches de pisos de estudiante, en las que el jersey permanecía muchas horas en su puesto de trabajo porque no contaba con los impulsos arbitrarios de la calefacción. Animal doméstico, sí, pero en una casa prestada. Luego dejé la naturalidad del torpe aliño indumentario en busca de una incertidumbre torpe y cuidada, como un ejercicio de conciencia, un modo de dibujar las fronteras que separan la madurez y el conformismo, el profesor sensato y el poeta rebelde. Y así voy haciendo punto en la negociación electoral de la existencia. Sólo debe regalarnos un jersey la persona que nos conoce de verdad, porque hay que ser prudentes a la hora de inmiscuirse en el futuro de los demás.

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