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Columna
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Reconocimiento

Joan Subirats

La política, como la vida cotidiana, va envolviéndonos en relaciones en las que lo que nos hace sentirnos cómodos o a disgusto no es solamente ver resueltas nuestras necesidades más perentorias, y tampoco que nuestros intereses sean respetados. Muchas veces lo que buscamos es algo tan simple y al mismo tiempo tan complejo como que se nos reconozca. En la obra de Eduardo de Filippo que se representa en el Teatre Nacional de Catalunya, la protagonista busca que se le reconozca su trabajo, su dedicación, su entrega a las labores del hogar. Ese tejer y destejer diario, de la cocina a las camas, de la ropa a la limpieza. Ese tremendo amor colocado en cada fase de elaboración del exigente ragú. Pide, implora, exige reconocimiento. Y su marido no la entiende, da por supuesto que cada uno hace lo que debe y se dedica, en cambio, a ensalzar el "timballo de macheroni alla siciliana" elaborado por una nuera, y lo hace precisamente ante la mirada atónita de su mujer.

Últimamente asistimos a muchas exigencias de reconocimiento. Surgen por doquier personas, gentes, colectivos, países que piden que se reconozcan agravios comparativos, faltas cometidas muchos años antes, que se pida perdón por los abusos cometidos o cualquier otra cosa. Las fases históricas mal cerradas reaparecen. Guerra civil, represión franquista, transición vergonzosa, años de dictadura militar en Argentina, Uruguay o Chile, pasado esclavista de unos u otros, actitudes difícilmente justificables (desde nuestro actual punto de vista) de la actuación de la Iglesia, son algunas de las vicisitudes recientes que nos recuerdan la falta de reconocimiento, la falta de aceptación de los errores, de los excesos, de las culpabilidades de unos u otros. Muchas veces no se pide algo material ni se exige la reapertura de expedientes o la búsqueda minuciosa de responsabilidades. Se pide simplemente reconocimiento.

Decía el dirigente del Black Power norteamericano, Malcom X, en un mitin celebrado en Nueva York en 1964: "No luchamos por la integración, tampoco por la separación. Luchamos por el reconocimiento como personas humanas. Luchamos por los derechos humanos". ¿Cuántos de los conflictos que vivimos en nuestros días no comparten ese mismo latir de fondo? ¿Qué hay detrás de la significativa y persistente lucha de las gentes de las tierras del Ebro en contra del Plan Hidrológico Nacional sino la exigencia que se reconozca que ellos tambien existen, que son personas y que no son sólo metros cúbicos de agua o suelo en el que instalar infraestructuras? ¿O del más anecdótico, pero también significativo, Teruel tambien existe?

El caso del Prestige se ha ido convirtiendo día a día en una tumba para la legitimidad de los gobiernos de Aznar y Fraga, y para el conjunto del Partido Popular. No eran conscientes de las dimensiones de la tragedia y la trataron como una crisis más que sería resuelta con una buena gestión mediática. Tan alejados estaban de lo que ocurría que no valoraron la importancia de los sentimientos. Cada día que pasaba perdían jirones de su deteriorada legitimidad. Más grave aún: no reconocían sus errores. Se han mostrado orgullosos y altivos. Han despreciado el acercarse a compartir el dolor y el esfuerzo de las gentes. Los voluntarios llegados de todas partes expresaban ese compartir, ese sentir conjunto: esa mirada cómplice al tratar de limpiar las peñas, ese cansancio compartido al comer el bocadillo de mediodía. No hay reconocimiento sin ponerse en la piel del otro. No se reconoce si no se conoce. Y a los políticos del PP en esta ocasión, y a muchos políticos en tantos otros casos, les ha faltado conocimiento y sentimiento, y les ha sobrado oficio y frialdad.

La política no tiene sentido si no sirve a la sociedad en la que se desenvuelve. Y los políticos, por tanto, han de empezar a entender que sin ponerse en el lugar de los otros nunca dejarán de ser vistos como profesionales del encajar manos y del sonreír con desapego. Las emociones forman parte del material con que las personas conectan unas con otras y con el mundo que las rodea. La desesperación de los pescadores o de los mariscadores acostumbrados a pelear cada día con un mar hostil pero del que se depende, a quien se teme pero se quiere, se reflejaba y se refleja en cada entrevista, en cada expresión de rabia contenida. La sorpresa, el shock, la angustia, la sensación de agravio sin sentido, la pena... son, sin duda, sentimientos que se han ido mezclado y entremezclando estos días. Y a esos sentimientos inmediatos les han sucedido otros más a largo plazo, que se dirigen con mayor precisión a aquellos a quienes se considera culpables por acción u omisión. La sensación de ultraje moral es evidente. Y en el fondo de esas emociones late la falta de reconocimiento, la falta de roce, la total caída del respeto, la creciente falta de confianza o de lealtad hacia quienes nos han abandonado después de intentar engañarnos y confundirnos, y tratan ahora de humillarnos sacando la cartera y diciendo: "¿Cuánto cuesta?".

Tremenda lección. La política no es sólo intereses y patrioterismo. No es sólo pensar como dar a cada uno lo que le interesa, a cambio de seguir mandando, y agitar de vez en cuando la bandera. La política también son identidades. Identidades que piden ser reconocidas. Esfuerzos individuales y colectivos que piden ser apoyados y no sólo dirigidos o coordinados. Necesitamos más políticos reconocedores de la importancia de la iniciativa social, más modestos, que sepan ir tejiendo las redes de intereses e identidades en torno a un proyecto colectivo de progreso. Necesitamos más reconocimiento.

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