Peregrinación a las fuentes
Cuando la conocí, siendo un niño de pantalón corto, Piura era una ciudad de treinta mil almas y el desierto, que la rodeaba por sus cuatro costados, se veía desde todas sus esquinas: arenas blancas y doradas, alborotadas de algarrobos y de médanos que el viento hacía y deshacía a su capricho. En la ciudad de trescientos mil habitantes que es ahora, el desierto ha retrocedido hasta volverse invisible, ahuyentado por innumerables barriadas donde la pobreza se repite y multiplica como pesadilla recurrente.
La Piura de entonces se moría de sed. El río que lleva su nombre era río de avenida y asomaba por la ciudad cada comienzo del verano, en medio de la alegría general: con las aguas llegaba la vida y la recibían todos los piuranos, lanzando cohetones y reventando pólvora, la bendecía el obispo y los churres (los niños) nos revolcábamos en las lenguas líquidas que iban lamiendo el cauce seco, humedeciéndolo, formando pozas y estanques antes de inundarlo y colmarlo. Los seis meses que estaba seco, el cauce del río Piura servía de cancha de fútbol, de refugio a las parejas, y, sobre todo, de escenario para las grandes trompeaderas de los alumnos del Colegio San Miguel, donde hice el último año de la secundaria. Los combatientes se golpeaban en el centro de un gran círculo de espectadores que los enardecía y alentaba con barras y gritos. Con la memoria de estos pugilatos escribí un cuento adolescente, El desafío, que me ganó, oh maravilla, un viaje a París.
La Piura de estos días vive bajo la amenaza de los aniegos y devastaciones que las lluvias y las crecientes del Niño vienen causando hace años en sus tierras, comunidades y en la misma ciudad. Para contener la furia de esas agua embravecidas, las alegres barandas del Malecón Eguiruren, donde venían los enamorados a contar las estrellas y a ver la luna bañándose en el río, han sido reemplazadas por unos contrafuertes de cemento que han convertido el más lindo rincón de la antigua ciudad en una especie de búnker. ¡Qué espanto!
Edificios como paquidermos de cemento armado han aplastado a las viejas casonas de portones con clavos y balcones de rejas y la casita donde yo viví, y fui feliz, en la esquina de Tacna y la Avenida Sánchez Cerro, es ahora un chifa lleno de colorines y luces cegadoras, de donde sale una música que rompe los tímpanos. La Plaza Merino parece ser la misma, pero estaba enterrada bajo los toldos y quioscos de una feria y apenas se la divisaba. En todo caso, es seguro que en la casa parroquial de la esquina ya no vive el padre García, filatelista y cascarrabias, que fue mi profesor de religión y que vociferaba desde el púlpito contra la Casa Verde, ni, en la acera de enfrente, esa alumna del Colegio Lourdes, que caminaba como patinando y que a los sanmiguelinos nos cortaba la respiración.
Pero la Plaza de Armas casi no ha cambiado. Ahí están los altos, frondosos y rumorosos tamarindos, las estatuas de los héroes epónimos, y las bancas de varillas atestadas de vecinos que han salido a refrescarse, después de un día de calor infernal, con la brisa de la noche. El ambiente es efusivo y jovial, los piropos atrevidos, la coquetería de las chicas audaz, y, en un momento, me pareció que iba a surgir, de pronto, del extinto pasado, la inconfundible silueta de Joaquín Ramos, eximio recitador y bohemio, con sus ojos afiebrados, su monóculo alemán, su barba crecida, sus exabruptos y la cabrita que jalaba con un cordel y a la que llamaba su gacela.
Todos mis profesores del Colegio San Miguel han muerto, menos José H. Estrada Morales, que está más vivo que nunca y que, según rumores persistentes, es inmortal. Su prodigiosa memoria me resucita detalles y frases de hace medio siglo con una claridad zenital. Nadie alentó tanto como él, en mis años de colegio, mi vocación literaria. Sin su ayuda, jamás hubiera podido presentar en el teatro Variedades -ahora asesinado y mudado en almacén- mi primera obra de teatro, La huida del Inca, en aquel año, venturoso para mí, de 1952.
El diario La Industria, donde ese año trabajé como redactor y columnista, a la vez que estudiaba el 5º año de Media, desapareció. Donde estuvo, hay ahora una anodina vivienda que parece deshabitada. A esa casa entraba, montado en su mula, el dueño del periódico, don Miguel Cerro, anciano incombustible, de paso a su fundo, en el rumbo de Catacaos, a tomarnos cuentas al director y a los tres redactores. Nosotros lo tratábamos con inmenso respeto. Pero el señor Nieves, el cajista, lo tuteaba. Ver al señor Nieves armar el periódico componiendo los textos con la mano derecha mientras con la izquierda sostenía las cuartillas que le llevábamos, tenía algo de magia, de prestidigitación.
Al viejo puente de madera de mi infancia que enlazaba Piura con Castilla, se lo llevó el río en una de las crecientes del Niño. Pero luego lo reconstruyeron y ahora está de nuevo allí, como un fantasmón averiado, caricatura del original. Cruzar ese puente y asomar por Castilla significaba, cuando yo era niño, ingresar en territorio prohibido. La vasta ciudad que es ahora Castilla era entonces una mínima barriada de chozas de barro y caña brava, llena de picanterías y chicherías con pendones blancos y rojos flameando en sus fachadas. Un poco aparte de ella, entre médanos y macizos de algarrobos y palmeras, titilaban las lucecitas de la Casa Verde. Desde que escribí la novela que lleva su nombre, visitantes de ocasión que pasan por Piura, me muestran fotos con un guiño pícaro y me preguntan si reconozco en esas casas, conventos, hoteles, que José Estrada Morales les hizo creer era el mítico prostíbulo de la Piura de los años cuarenta y cincuenta, la legendaria mansión que exaltó y asustó mi niñez. Ninguna lo es, por supuesto. Después de más de medio siglo, ya ni siquiera estoy seguro de que alguna vez estuviera del todo en la mediocre realidad esa hospitalaria vivienda de mi memoria, donde fraternizaban los piuranos de todas las clases, tomando vasos de cerveza, bailando valses y tonderos, y saliendo las parejas a hacer el amor sobre la tibia arena, bajo las fosforescencias de la noche norteña.
La Mangachería ya no existe. Ese barrio bravío, de palomillas, guitarristas, cuchilleros, santeras, forajidos, atiborrado de piajenos (burros) y de churres descalzos, donde la Guardia Civil vacilaba en entrar, es ahora "barrio de blancos". Se adecentó y desapareció, y, con él, una Corte de los Milagros que llenó de leyendas, jaranas, fechorías insignes y amores sangrientos la historia de Piura. También desapareció el barrio rival, La Gallinacera, las manzanas apretujadas en torno del camal que, naturalmente, también se ha extinguido. Ya no habrá más, pues, esos enfrentamientos homéricos entre gallinazos y mangaches que chisporroteaban en las chismografías y recuerdos de los piuranos provectos y que a nosotros, los niños y adolescentes que los escuchábamos, nos disparaban la fantasía y la emoción.
La Piura moderna se ha llenado de colegios, universidades, urbanizaciones, hoteles, edificios, vehículos. Pero le queda un solo cine, y la de mi prehistoria tenía tres. Cuatro, si añadimos al Variedades, el Municipal y el Piura, ese precario cine al aire libre que funcionaba en los arenales de Castilla, y al que los espectadores debíamos llevar nuestras sillas y una paciencia a prueba de balas, pues, como tenía un solo proyector, cada cierto tiempo la función se interrumpía para que el operador rebobinara y cambiara los rollos. Las películas, en lugar de hora y media, duraban tres.
En los días que acabo de pasar en Piura, pese a la afabilidad abrumadora de la gente, estuve a menudo sobresaltado, con la dolida sensación de que me habían robado mis recuerdos, desvanecido hitos cruciales de mi memoria. Ésta ha sido más fiel a Piura que a ninguna otra ciudad donde he vivido. Sólo pasé dos años en ella -cuando tenía diez y dieciséis- y, sin embargo, esos dos breves períodos me han amueblado la cabeza de recuerdos imperecederos, de iniciativas formidables para escribir e inventar historias, algunas de las cuales me rondan todavía. La relación que uno entabla con una ciudad es tan espontánea y misteriosa como la que establece con las personas: de simpatía o antipatía, de interés o indiferencia, de amor u odio. La Piura de mi infancia se me metió en el cuerpo y en el alma hace más de medio siglo, y nunca ha salido de allí. Pero, en cambio, se salió de la realidad, pues ya no existe, sino como una pálida sombra que se va eclipsando y pronto se borrará del todo.
¿Y los rebaños de cabras dónde están, dónde se fueron? Antes no sólo cruzaban y descruzaban el desierto y se aglomeraban alrededor de los algarrobos para disputarse las vainas que se desprendían de sus ramas. También se las veía con frecuencia en la ciudad, atravesando las calles, ruidosas y gregarias, con sus ojos despiertos y a paso de intranquilidad. Ahora no vi ni una, ni en la ciudad, ni en las barriadas, ni en los descampados de la periferia, ni en las afueras de Sullana, donde, en cambio, me di con dos enormes iguanas prehistóricas, abrazándose dichosas en el fuego de sol, y un par de lechuzas despectivas. Por fin, en las cercanías de Poechos, en una curva del polvoriento camino, asustadas, atolondradas, aparecieron media docena de cabritas en medio de la carretera, como extraviadas y desamparadas en un territorio que ya no es el de ellas, ni el mío, sobrevivientes de un mundo que definitivamente se nos fue.
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