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L'Oceanogràfic y L'Albufera

Tras la emocionante jornada vivida por todos los valencianos el pasado día 11 de diciembre con la inauguración, por fin, del L'Oceanogràfic, en el complejo de la Ciudad de las Artes y las Ciencias de Valencia, cabe considerar alguna reflexión adicional una vez superada la resaca de los festejos que rodearon tal efeméride.

Ante todo debe entenderse que son más cualitativos que cuantitativos los argumentos en favor de este parque oceanográfico. Entre otras perspectivas, las razones que avalan una actuación de este calibre parecen ser su indudable contribución a dinamizar turísticamente la ciudad de Valencia, y lo que es más importante, y poderosa razón de su futura subsistencia, la aportación educativa y cultural que tendrá L'Oceanogràfic en la formación de los alumnos de primaria y secundaria, y sin duda también en la investigación de universitarios, estudiosos e incluso científicos. Ambos efectos obviamente no se circunscribirán en exclusiva a la ciudad de Valencia, sino que los impactos de este parque irradiarán a otras comunidades autónomas próximas y en ocasiones incluso a las más alejadas y quizá hasta a otros países. En consecuencia, turistas y estudiantes, con un amplio espectro de intereses, serán seguros visitantes de la iniciativa.

Lo que ya no se puede responder es si las características y la dimensión de este parque oceanográfico son las adecuadas a las potenciales demandas, o si una vez más hemos rizado el rizo del protagonismo al pretender liderazgos superfluos, cuya hipoteca financiera supera las capacidades reales de nuestros recursos, y lo que es peor, la viabilidad real del proyecto al presumir la captación de públicos verdaderamente inalcanzables. No obstante, con este parque se arranca, a diferencia de lo ocurrido con otras experiencias que todos tenemos in mente, de la mano de una empresa con pericia en la gestión de centros de ocio, pero aún así las cifras previstas de ingresos, convenientemente traducidas a visitantes, parecen algo atrevidas y se desconoce si suficientes para autofinanciar su funcionamiento. Si bien, desde la perspectiva de su vocación educativo-cultural no debería ser una limitación la necesidad de contar con ayudas públicas, toda vez que es sabido que la promoción de la cultura necesita de las arcas gubernamentales, al igual que la sanidad o la educación. Por tanto, no debe ser un óbice para la defensa del L'Oceanogràfic la imposibilidad de llegar a la autofinanciación, pero ese planteamiento aviva el debate en torno a reclamar intervenciones ajustadas a las posibilidades efectivas de las finanzas autonómicas.

En lo que resulta ya más difícil seguir a algunos de los responsables de la iniciativa, es cuando han justificado esta actuación sobre la base de una supuesta defensa de los ecosistemas y por la oportunidad de reflejar la riqueza de todos los mares en un mismo recinto. Es casi inimaginable encontrarse con un parque oceanográfico hecho en casi un abrir y cerrar de ojos, cuando toda una generación ha crecido con la esperanza de que el zoo de Valencia dejase de ser provisional; provisionalidad que ya ha cumplido las bodas de plata. Y no deja de sorprender tal inmediatez, porque con una cifra de inversión muchísimo menor y con la misma voluntad mostrada por hacer lo nuevo, si se hubiesen dedicado parte de esos esfuerzos al Parque Natural de L'Albufera de Valencia, se descubriría un rico ecosistema cercano, unido a nuestros orígenes como pueblo y capaz, desde la proximidad física y cultural, de ejercer también de reclamo turístico complementario y educativo a la vez; incluso para los mismos públicos a los que se dirige L'Oceanogràfic. Sin embargo, L'Albufera permanece sumida en un deterioro medioambiental y de espaldas a su auténtica capacidad de provocar el atractivo turístico que atesora para grandes contingentes de visitantes, desconocedores de esta oportunidad única cuando visitan la ciudad de Valencia.

No se trata de enfrentar L'Albufera con el L'Oceanogràfic, pues ambos espacios tienen cabida, pero es difícil entender esa capacidad de impulsar una obra del calado de este último y que se continúen posponiendo las inaplazables actuaciones en un espacio autóctono con su propia flora y fauna, tan digna y objeto de estudio como los tiburones del Pacífico. ¿O acaso no es entrañable la lagartija cenicienta que corretea por la dehesa del Saler?

Aparentemente, podría entenderse que las iniciativas donde el movimiento de tierras y el cemento intervienen con profusión son más del agrado, que aquellas cuyo único requisito es el respeto, el mantenimiento y la adecuación del bagaje de siglos. No está mal mover terrenos y construir nuevos atractivos, mas nunca debería consentirse que se hiciese al precio de dilatar la recuperación de lo más arraigado a la tierra que ve perder ocasiones irremplazables. Cómo llamar sino a las especies extinguidas en L'Albufera por vertidos incontrolados sobre los que no se ha puesto remedio. ¿Es más sencillo en verdad habilitar un restaurante subterráneo qué defender un paraje natural de la contaminación agrícola, industrial y urbana? Probablemente no, pero las voluntades se han mostrado muy diferentes cuando por medio hay esos movimientos de tierras y lo que conllevan hasta que se transforman, por ejemplo, en un enorme parque oceanográfico por el que al parecer Valencia va a empezar a ser conocida en el mundo a partir de ahora.

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La difusión de lo valenciano esta enraizada desde antaño en numerosos polos, baste señalarse el ejemplo señero de Vicente Blasco Ibáñez, cuya obra ha proyectado las peculiaridades del pueblo valenciano a otras latitudes, contándoles, entre otras bondades, la existencia de una de las últimas lagunas que restan en la Península Ibérica, cuya avifauna es obligada reseña entre las zonas húmedas europeas, y que además esa Albufera, que tuvo nutrias y multitud de especies ya desaparecidas, todavía da de comer a muchas familias. Ante esa panorámica es igualmente cierto que L'Albufera podría recuperar todo su esplendor, si se le dedicasen unos mínimos recursos, que le permitiesen reconstruir parte de lo que fue con la ayuda de algo de ingeniería y con unos mínimos movimientos de tierras, superando la indolencia de tantos años de abandono. Pero al mismo tiempo no es de extrañar que la clave de que no se intervenga convenientemente en ese paraje de Valencia sea lo poco que habría que movilizar desde la perspectiva de la actual cultura del cemento, y eso debería constituir objeto de preocupación para todos, pues son una mayoría quienes no mueven terrenos con fines especulativos y de negocio inmediato.

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