¡Vivan las madres!
No es que me haya cogido un subidón de almodovarismo, aunque todo podría ser, que una no siempre controla sus debilidades. Pero en mi caso, ésta, la debilidad profunda y admirativa que siento por mi madre, y en extensión justa, por ese padre tan materno que he podido disfrutar, es previa al uso privado que el manchego más neurótico desde los tiempos del Quijote, haya hecho de las madres. Pero como madre no hay más que una, y la de cada cual es más una que ninguna, no tengo intención de castigarles con cuestiones familiares. Permítanme, sin embargo, abusando de las fechas, que intente una reflexión sobre ese concepto denostado, revolucionado, reinventado y siempre presente que es la familia. Mis generaciones (los de mi generación, nacidos en los alrededores de los sesenta, por ausencia de propia, hemos alquilado las anteriores) tuvieron que vérselas con la familia, y hasta creyeron superarla. Ahí están, mírennos, mírennos, los Quicos que inventaron comunas y parejas abiertas y relaciones sentimentales libertarias, y se fueron de casa tan rápido que hasta necesitamos madres que nos llenaran la nevera, mírennos hoy, cargados de hijos y sobrinos, y padres y hermanos, y hasta suegras diversas, perfectamente afincados en el paraíso feliz que es el comedor de casa. Hemos vuelto a la familia. Por supuesto, no me refiero a esa que permanece unida porque se odia unida, sino a la que funciona, a la que teje con hilo resistente nuestros rotos sentimentales, a esa que da sentido a raíces profundas indescifrables e inconfesables, a esa que conjuga en plural el yo impertinente de la vida. Por supuesto, hoy la familia es muchas familias, y hemos conquistado el derecho a inventarnos la propia, liberados de los esquemas apostólico-romanos de antaño. ¿Qué es la familia sino el entorno feliz, construido a base de dibujos diversos, de múltiples realidades? La familia de ese chaval con sida, rodeado hasta la muerte de sus amigos y su amante; la familia de esa madre sola con niño, y sin embargo tan acompañada; la familia de ese padre-madre con hijos de diversos ex, disfrutando en perfecta normalidad de su pequeño caos civilizado; la familia estándar, sólida porque simplemente funcionó el amor, más allá de las convenciones. Lo bueno de la familia de hoy es que tiene tantas definiciones como derechos diversos hay a ser feliz, y uno ha conseguido buscarse la propia y hasta encontrarla...
Ya sé que la Navidad es una excusa barata del calendario para hablar del amor y esas cosas. Como lo es para hablar de solidaridad o de miseria, herederos de los tiempos hipócritas de los negritos del Domund y del "siente usted un pobre a su mesa". Sin embargo, me agarro a la excusa, me excuso donde toque, y les digo que hay pocos momentos tan intensamente delicados como el de un comedor de casa el día de Navidad. Las madres que reinan en la cocina -ya sé, ya sé... la herencia patriarcal, pero...-, el aroma de esos caldos inmensos con esos galets inmensos sobrecargados de nostalgia, los miles de niños de nuestras familias con niños, revoloteando en los lindes de nuestra madura fragilidad, los abuelos que nos quedan, tan próximos en sus vidas lejanas, una extraña ilusión, que no es ilusión de nada tangible, y por ello se parece tanto a una emoción pura. La familia es muy verdad, lo sabemos ahora que la que hemos vuelto a inventar. O quizá a descubrir, que el invento, en muchos aspectos, se parece tanto al original... La familia es una verdad de amor sin débitos, red protectora que se mantiene incluso cuando casi todo se rompe, el último refugio cuando se dinamitan los puentes externos y uno se queda solo con su fracaso. O solo con su éxito, que lo mismo da. Repito que hablo de la familia que funciona, que las que destruyen vidas e ilusiones, y esconden bajos fondos tan negros como la maldad, ésas no son familias, sino cárceles, cárceles, desgraciadamente, de alta seguridad: ¡lo que cuesta destruirlas! Pero cuando el entorno familiar es una complicada madeja de vidas compartidas, y eso de querer es denso y compacto, y uno tiene la impresión de que está arraigado en una geografía emocional concreta, de la que forma parte para siempre, entonces el entorno familiar es una playa en calma, un auténtico paisaje del alma. Tan dulce como el amor. Tan amargo como el riesgo de amar.
Elogio sin duda desmesurado del comedor de casa, por Navidad. Que me perdonen los tristes, los que estén solos, los que lleven un mal recuerdo pegado al trasero de estas fiestas, los que hayan perdido a alguien amado, los que no quieran o no puedan o no deban sentirse bien, pero algunos, quizá muchos, nos atrevemos a ser felices y hasta a parecerlo cuando miramos puertas adentro y la casa está sobrecargada de aromas, recuerdos y vidas, y los diálogos se solapan sin ton ni son, encendidos verbos del gusto por hablar. En ese decorado intenso, las madres son especialmente el núcleo central, con su verdad profunda a lomos de la larga biografía, casi tierra, todo raíz, nada banal. Madres de las madres de antes, almohadillas sentimentales de todos nuestros quejíos, trocitos de cielo íntimo, agujeros negros que todo lo engullen cuando no están...
Feliz comedor de casa, mis queridos.
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