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Crítica:
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

Proust va a los toros

Hacen falta ganas para ponerse a defender una vez más los toros frente a tirios y troyanos en un combate imposible. (Todo sea por la Fundación Joselito, cuyo premio literario ha ganado este año este libro, y, sobre todo, por la gloria del maestro que le da nombre, don José Miguel Arroyo). Y para hacerlo, además, filosóficamente en el venerable contexto de la andreia (hombría, virilidad) aristotélica, y, por extensión, aunque no se mencione, en el más antiguo de la areté (bravura, temple y nobleza de ánimo) del héroe homérico; un héroe que encarnaba en sí modélicamente las esencias más puras de su pueblo, al que por ello podía representar singularmente en lances de honor y muerte.

LA ESCUELA MÁS SOBRIA DE VIDA. TAUROMAQUIA COMO EXIGENCIA ÉTICA

Víctor Gómez Pin Espasa Calpe. Madrid, 2002 368 páginas. 16,75 euros

Hacen falta también andreia y areté -junto con ciertas ganas de perder el tiempo, desde luego- para escandalizar hoy a intrusos globalizadores, presentándoles la tauromaquia, en ese contexto, como paradigma ético y estético, nada menos. Nada menos que como "la escuela más sobria de vida" -recordando lo que decía del arte Marcel Proust, cuya sombra acompaña a Gómez Pin, junto con la de Antonio Ordóñez, en estos lances taurinos- y como una "exigencia ética". ¿Por qué? Porque en la tauromaquia se plantea paradigmáticamente la confrontación con la animalidad pura, en la que el ser humano se juega su característico modo de ser; una confrontación, siempre sacrificial -superadora o inmoladora o sublimadora-, que supone un compromiso de la personalidad entera del individuo con una vida y muerte dignas, nobles, llenas de seriedad y entereza, por encima del negocio diario; compromiso que, al fin y al cabo, es tanto el de cualquier existencia decente cuanto el de toda tarea artística "cabalmente entendida". No hay otros criterios éticos y estéticos que los de nuestra condición básica, afrontada racionalmente.

¿Racional la tauromaquia? Sí. En el sentido que venimos hablando, torear es inmolarse ritualmente al fondo oscuro de uno mismo (para reconstruirse transfigurado, sea en vida, sea en muerte). Y ese rito trágico es uno profundamente racional, más profundo en este sentido que la ciencia. ¿Por qué? Porque se trata del yo. Porque "hay algo constitutivo, originario y traumático que sólo puede ser revivido bajo la forma sublimada de un rito", en efecto. Y porque esa sublimación lúcida y redentora de lo básico, tan ética como estética, tan hermosa como decente, hace de la tauromaquia la manifestación paradigmática de un uso primordial de la razón. De aquél precisamente en el que ésta encuentra su dimensión esencial de compromiso consigo misma ante una exigencia primordial: la de asumir y superar la dualidad radical del hombre desde ese fondo oscuro y profundo de la animalidad, que en los ojos del toro, por decirlo así, acecha a uno mismo en estado puro. La razón sólo es tal desde lo oscuro. O en el juego con lo oscuro, ejemplar en la tauromaquia.

Y todos estos, y otros muchos, bellos argumentos... arrojados a los oídos sordos de esa homologación europea, o globalización mundial, que adorna y solapa sus básicos intereses económicos de mercado con la prédica admonitoria de una homologación también cultural y artística, no se sabe en nombre de qué. (Son ganas de perder el tiempo, como digo, querer contrarrestar con filosofías a este nuevo Leviatán). Como las de enfrentar a Aristóteles, Descartes, Kant, Nietzsche, Proust..., a Umbral, Vicent, Mosterín, la Bardot, la Rahola... (O, en el mejor de los casos, ganas de acometer una empresa inútil e imposible. Pues se trata de diferentes paradigmas del pensar, juegos inconmensurables del sentir). Frente al combate heroico por uno mismo, prototipo ético y estético de vida y muerte, que defiende Gómez Pin: el brutal asesinato, colectivo y solemne, a que se refieren los fáciles sarcasmos literarios contra la fiesta por antonomasia -moralizantes en Umbral, conversos en Vicent-, o la autosuficiente ironía y menosprecio cientificistas de Mosterín. (Son sobre todo estos autores con los que pelea tan heroica como gratuitamente el autor de este libro; más caso hace al último).

Más allá de unos y otros,

dan que meditar -y mejor, quizá, en silencio- las palabras del Antonio Ordóñez retirado a la fuerza -o "entre paréntesis", como él dice-, que recoge su diálogo con Víctor Gómez Pin al final del libro. Palabras respecto a una forma de vida, la del toro, que "daba sentido a todos mis afectos y a todos mis proyectos", que armonizaba todo: "el criterio lo daba el momento de estar ante el toro"; "únicamente queda el momento mismo en que estoy ante el bicho, todo lo demás se ha esfumado"; "es tan normal que el toro esté ahí, que el único momento de sorpresa es darse cuenta de que no está el toro"; ¿siempre el mismo?: "el mismo en mil diferentes" (como una inquietante procesión de ojos azabache del mismo animal básico, que somos)... Y que cada uno extraiga sus consecuencias y pelee con su sosia oscuro como quiera. ¿Cómo será una cabeza en la que pueda caber que el maestro Ordóñez fuera un asesino en masa? ¡Mira que si es verdad que no van al cielo los taurinos! El arte es "el verdadero juicio final", tranquiliza Proust.

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