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Gaudí, 'pijo'; Sert, socialista

No quisiera ser irreverente ni ofender a nadie, pero me temo que a Gaudí lo están manoseando demasiado. Desde su muerte bajo las ruedas de un tranvía, no ha pasado día sin que su obra y su persona hayan sido motivo de escarnio y de polémica. Hace pocos días, incluso corrió el rumor de su inminente beatificación, rumor que, por suerte, parece haber remitido después de la bochornosa canonización de José María Escrivá de Balaguer.

Su muerte repentina dejó por terminar dos obras emblemáticas: la Sagrada Familia y la iglesia de la Colònia Güell. Pero sobre todo dejó tal desazón en aquellos para los cuales Gaudí ya era santo, que empezó a tomar cuerpo la perniciosa idea de proseguir su obra, por aquel entonces deliciosamente inacabada.

A menudo he oído decir que saber morir en el momento y el lugar oportuno puede ser especialmente beneficioso para la posteridad. Pues bien, me atrevería a pensar, no sin cierta irreverencia, que Gaudí fue uno de estos casos. Su muerte fue doblemente oportuna. Por una parte, la desazón popular creada por las circunstancias de su muerte. Pero por otra, porque parecía ser el punto final de dos obras cuyos proyectos, ya entonces, estaban muy por encima de la realidad social y religiosa del país. La continuación de la Sagrada Familia, sin planos ni documentos originales, fue la primera en caer en manos de los posgaudinistas después de intrincados intentos por recomponer la obra original que la guerra había destruido. No valieron los sucesivos manifiestos reprobatorios para impedir tal estropicio. Las instituciones públicas optaron por un laisser faire.

La iglesia de la Colònia Güell, económicamente más modesta (por ser la iglesia de una colonia de trabajadores), había pasado por serias dificultades años antes de la muerte de su autor: ante la desmesura del proyecto, su cliente, el conde de Güell, decidió prescindir de los servicios de Gaudí. Sólo la cripta pudo salvarse de tal decisión. Un edificio espléndido cuyas obras de restauración han vuelto a desatar, estos días, cuantiosas protestas de desaprobación por parte de un grupo de intelectuales.

Me sumo a dicha protesta, pero esta vez por razones opuestas a las suscitadas por la continuación a lo Gaudí de la Sagrada Familia. Esta vez, la mano demasiado fácil del arquitecto ha sido la que erró la restauración.

Ciertamente, hay en ambos proyectos actitudes muy parecidas. El fantasma de Gaudí reaparece, una y otra vez, convirtiendo en fanáticos fundamentalistas a todos aquellos que se aproximan a su obra. Porque tan fanático me parece pretender reconstruir una copia idéntica de algo irreproducible, como es la Sagrada Familia, como retroceder 85 años al punto donde el maestro abandonó, con excesiva magnanimidad, como es el caso de la iglesia de la Colònia Güell.

La relamida restauración de la cripta Güell, la ha convertido en un edificio pijo. Nada más lejos del quehacer de su autor. Penetrar en el que fuera mundo complejo de Gaudí es desde ahora como entrar en una agencia de La Caixa, diseñada, por supuesto, por algún arquitecto habilidoso.

La cripta era el inicio de una construcción, sabiamente anclada al suelo mediante una estructura columnar, dispuesta para soportar el inmenso peso del templo que le vendría encima. Como un pulpo fuertemente aferrado al terreno, el edificio arrancaba del suelo, imperceptiblemente camuflado bajo el bosque de pinos. Con la nueva intervención, se ha convertido en un edificio descontextualizado, flotando ridículamente en el espacio, ya tristemente olvidada su vocación de contrafuerte.

Reconozco la dificultad de establecer criterios de restauración. A menudo, éstos dependen y se miden por centésimas de milímetros: no hay lugar para lo pretencioso, lo tosco, lo fanático, lo estándar, o lo vulgar. Equivocarse en los materiales, en la fineza de interpretación o en la estricta comprensión arquitectónica, pueden banalizar y desbaratar fácilmente el significado del edificio sobre el que hay que intervenir. Algo de esto ha sucedido en la Colònia Güell, contrariamente a la extrema fineza restauradora del parque Güell o a la inteligente intervención de Antoni Tàpies en el edificio de Domènech i Montaner, para referirme a dos buenos ejemplos de restauración.

Por otra parte, muy pocas instituciones se han acordado de otro aniversario, cuya celebración hubiera sido especialmente aleccionadora. Se trata del centenario del nacimiento de Josep Lluís Sert. 50 años más joven que Gaudí, Sert representó, en arquitectura, la vanguardia progresista bien abonada por la aventura cultural y política de la II República.

Aristócrata y socialista, su arquitectura se expresó en términos paralelos a los del racionalismo europeo de raíz lecorbusierana. Su proyecto para la Ciutat de Repòs en Castelldefels se inició el año 1931 y ya acredita, no solamente un planteamiento urbanístico absolutamente innovador, sino también una visión política que giraba, generosamente, en torno al bienestar de la clase trabajadora.

Durante este año, aniversario de su nacimiento, sólo ha habido un acto que nos ha remitido al papel esencialmente social de su pensamiento arquitectónico, y que, además, nos ha invitado a reflexionar sobre la validez de la reproducibilidad de la arquitectura. Me refiero a la caseta de fin de semana, reconstruida hace pocos días frente al Colegio de Arquitectos por los arquitectos Osarte, Montes y Ortega bajo la dirección de Josep Llinàs. Fue una reconstrucción fiel e idéntica porque lo que se reconstruyó, además de la excelente interpretación constructiva, fue el pensamiento socialista de Sert.

Mientras observaba la reconstrucción de la caseta, no pude evitar pensar en el estropicio de la obra de Gaudí en la Colònia Güell. ¿Tan mal lo hizo el párroco de Santa Coloma de Cervelló que, sin pretensiones, fue construyendo con materiales del entorno -como lo hubieran hecho los albañiles de entonces- la escalinata que ascendía por la fachada, hoy desaparecida? Hay quien dice que tan solo es una cuestión de gustos. Mal vamos si la protección del patrimonio es sólo una cuestión de gusto. Restaurar o reconstruir es, sobre todo, una cuestión de cultura arquitectónica.

Beth Galí es arquitecto.

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