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Columna
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Mirada alta

El texto original en portugués está labrado en piedra, como si se tratara de una lápida. Lo resumo libremente: "Dos niños de doce años secuestran y asesinan a otro de dos. El juez encargado del caso prohíbe que se fotografíe a los niños y que sus nombres sean mencionados. A partir de ese momento sólo se les conocerá como Niño A y Niño B". Este texto es sólo la mitad de una extraordinaria composición de la fotógrafa brasileña Rosangela Russó. Está incluida en el Archivo Pons y se puede visitar actualmente en la sala de exposiciones del Koldo Mitxelena de Donostia.

La otra mitad de la obra la constituye un negativo grande, ininteligible a simple vista, como todos. Pero si te acercas y fijas la mirada, distingues la silueta de dos niños. Uno está sentado, es muy pequeño. El otro, de pie, un poco más lejos, le está apuntando con lo que parece un fusil. El proyecto fotográfico de Rosangela Russó es una rebelión contra la evanescencia y el olvido.

Hablaré ahora de un hombre que cuenta algo que sucedió treinta años atrás. Es un campesino polaco, de Treblinka. Entonces trabajaba la tierra a 100 metros del campo de exterminio. Pero no vio nada de lo que allí dentro estaba sucediendo. A 100 metros. Nada de los trenes de la muerte, día y noche; del resplandor incesante de los hornos crematorios. "No nos dejaban mirar, podíamos trabajar esa tierra pero no podíamos mirar". Sus palabras están recogidas en Shoah la película del cineasta francés Claude Lanzmann. Y digo sólo película, sin adjetivos. Porque todos los que se me ocurren -grande, extraordinaria, fundamental, definitiva- me siguen pareciendo poco.

Shoah dura más de nueve horas y es una rehabilitación del testimonio del Holocausto, del extermino de los judíos por el régimen nazi. Es palabra devuelta a los protagonistas directos de aquel horror. A las víctimas, a los testigos, pero también a los verdugos. Y consigue, sirviéndose de esas palabras y de imágenes que nunca son de archivo, lo que parecía imposible: representar lo irrepresentable, nombrar lo que no tiene nombre.

Shoah no reconstruye, reaviva, reencarna. Precisamente porque acude a la ausencia, a la huella que no tienen ni lugar ni tiempo. Que no son pasado ni recuerdo sino constancia, actualidad permanente. Claude Lanzmann le pregunta hoy a ese campesino polaco que no vio nada. "Entonces, ¿usted trabajaba la tierra con la mirada baja?". Y él responde hoy "sí". Para que todo -el hecho, el sentido y la emoción- vuelva a representarse, a revelarse intacto ante nuestros ojos. Aquel hombre trabajaba mirando al suelo de Treblinka. Al suelo. Mientras todo sucedía ahí mismo, a 100 metros de él.

Por su planteamiento formal las películas de Claude Lanzmann se alejan tanto de la ficción como del documental, y constituyen un género nuevo, fundacional, referencia obligada del cine posterior. Ese planteamiento se estructura en torno a un principio que su autor resume de esta manera: "Filmar la realidad significa hacer agujeros en la realidad, socavarla". Como en una pared, un agujero por donde mirar. Por donde saber. Levantar la mirada y mirar. Y saber. Lo que está pasando ahí mismo. La realidad del sufrimiento, de la exclusión, del terror. O la realidad de una violencia que se contagia incluso a los niños.

Claude Lanzmann ha estado esta semana en Bilbao. Sus películas van a seguir proyectándose hasta finales de diciembre en el Museo de Bellas Artes. Las recomiendo sin adverbios, todos sabrían a poco. También recomiendo una visita al Koldo Mitxelena, al Archivo Pons en general y muy en particular a las salas dedicadas a Rosangela Russó. A sus redes contra la marea negra de la obsolescencia y el olvido.

Y también recomiendo el pensamiento de los 100 metros. Ahí, aquí mismo. Saber. Mirar. Mirada alta contra el terror.

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